Durante décadas, uno de los argumentos más empleados por el poder político para negarse a abordar el tema de la regulación de las drogas en general –y de la cannabis en particular–, era el de los tratados internacionales a los que México, como todos los demás países pertenecientes a la Organización de las Naciones Unidas, está obligado a respetar e instrumentar.

Tales tratados –La Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, el Protocolo sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y el Tratado de 1988– prohiben a los países cualquier regulación de sustancias cuyo empleo es considerado una amenaza potencial a la salud de las personas y, por extensión, a la salud pública de las sociedades.

Vale la pena señalar, sin embargo, que los criterios adoptados hace más de 50 años para definir cuáles sustancias deben ser sujetas a fiscalización expresan, más que una visión científica y moralmente neutral, una disciminación poco apegada a la ciencia, con una alta dosis de racismo hacia ciertas plantas y culturas; pero que en cambio acepta y tolera algunas –como el alcohol o el tabaco– en detrimento de otras que, ahora sabemos, no necesariamente se ajustan a la supuesta peligrosidad que se les adjudica en esos acuerdos internacionales: ejemplos como la psilocibina (principio activo de los hongos alucinógenos cuyo uso en psicoterapia empieza a investigarse de manera formal), el MDMA, o la cannabis misma.

A pesar de que el conocimiento humano sobre las drogas se ha transformado enormemente en el último medio siglo, los tratados permanecen sin modificación. En las últimas décadas, sin embargo, el caso particular de la cannabis ha demostrado la necesidad de actualizarlos. Cada vez son más los países que buscan alternativas a estas restricciones –se enfatiza el uso del derecho penal tanto para usuarios como para traficantes– para encontrar soluciones intermedias.

De este modo, estamos ante un momento histórico de tensión en cuanto a la forma en que distintas sociedades buscan un cambio en sus políticas de drogas –la de la cannabis, especialmente– frente a un sistema internacional de control cada vez más alejado de la realidad y del consenso internacional.

Por eso, no sorprende que algunas de las iniciativas regulatorias para la planta en México incluyan disposiciones relativas al comercio internacional de productos y subproductos de la planta. El cáñamo y la cannabis con fines médicos, por un lado; pero por el otro el uso adulto también. Sin embargo, es preciso señalar que cualquier disposición regulatoria para este último mercado, viola de un modo u otro las disposiciones internacionales en la materia. No obstante, una vez que países como Canadá y Uruguay, entre otros, han dado ese paso a nivel nacional, no se ve por qué otros países, México incluido, no puedan seguir el ejemplo.

Los legisladores mexicanos tienen ante sí un dilema: o ignoran disposiciones internacionales vigentes –si bien anacrónicas y en franco desprestigio– y se deciden a regular un mercado ya existente, en todas sus facetas; o bien se atienen a ajustar simplemente las disposiciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, limitadas al cultivo personal y a la no criminalización absoluta del uso de la planta.

Desde luego, la disyuntiva no es menor. Aunque la verdadera pregunta está, más bien, relacionada con la calidad y la responsabilidad histórica de nuestros representantes populares: ¿serán capaces de tener altura de miras, y proponer un plan regulatorio que funcione para el país independientemente de las disposiciones internacionales?; o bien ¿buscarán crear una legislación que, utilizando estas como pretexto, limite al máximo una transformación cuya aceptación crece constante y sólidamente entre la sociedad mexicana?

Del camino que elijan dependerá que nuestro país evolucione o no en esta materia, una vez que ha quedado comprobado que la guerra no fue un camino adecuado. Confiamos en el buen juicio de nuestros representantes en el Congreso.

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