“No me importa ser viejo, pero cada vez pierdo más peleas interiores”, me dice un amigo que consideraba ya dentro del ataúd. De la maleza emergen los viejos mastodontes y nos atropellan en medio de la acera. Las líneas de su rostro formaban ideogramas que apenas si requieren traducción porque allí no logran ocultarse siquiera las telarañas más tímidas.

Se quejó de su pobreza, su semblante atado a una longeva amargura; por cortesía yo me quejé de la mía; o más bien la expuse brevemente, escatimando detalles. Describí mi pobreza valiéndome de trazos pobres y miserables. Siguió su camino y como los buenos amigos que fuimos no pactamos ningún encuentro futuro. Para quienes solemos caminar durante horas, las aceras no son despreciables como lecho de muerte: describir las calles como las venas de la ciudad es una metáfora común, sin embargo, cierto día la sangre deja de correr por los caminos que antes nos conminaba a transitar.

Yo creo que mi querida hermana está loca. Hablé con ella durante una hora por teléfono y me di cuenta de que no vive más que para sus libros, sus gatos y una hija que conforme crece se aleja como almadía empujada por las aguas de un río tormentoso hacia quien sabe qué confines. Debido a que su casa no es muy grande, alberga a cinco o seis felinos en el interior y al resto los alimenta y mantiene en el jardín. Está loca debido a su cordura y sensibilidad trágica. Me hizo recordar a Elena Garro a quien acusaban de paranoica e inadaptada y que llegó a albergar diecinueve gatos en su departamento: los gatos y su inseparable hija se convirtieron en los clavos que la ataron a la tierra durante sus últimos años.

“La mayoría de los días son insoportables, pues debo pasarlos a mi lado.” Estas palabras debieron ser la respuesta al viejo amigo con quien me encontré azarosamente en la acera. Detestarse a uno mismo es un síntoma de profundo conocimiento. Lo que no debe preguntarse a nadie es su edad porque denota la ausencia de mundo y miras del cuestionador. Uno se acostumbra a hacer preguntas absurdas acerca de los temas más disímiles; se le podrían perdonar a un médico o a un funcionario que requiere arrojarnos a una caja que lleve nuestro nombre luminoso a la oscuridad; o, como sucede en estos días, que conduzcan nuestro nombre y nuestros hábitos al mercado para mal abaratarnos. Debería añadir que las personas apenas si existen, puesto que representan un cruce de infinitos caminos, traumas, mitos o soledades que si bien responden a un nombre son una entelequia.

Que las leyes, códigos civiles, reglamentos públicos estén tan mal escritos que no puedan comprenderse es un crimen. Deberían ser sancionados por leyes todavía más inentendibles: por galimatías, germanías, jerigonzas. Como nos mostraba Kafka tomando yo el razonamiento de San Agustín: si no me preguntan qué es la justicia lo sé muy bien; si me lo preguntan no tengo la menor idea. No se le pregunta a una lámpara si está dispuesta a darnos luz: primero hay que construirla. Cuando pienso en las personas como espectros reacios a una definición tajante, no se me ocurre qué clase de preguntas podría hacerles para provocar conversación y conocerlos bien.

Si acaso puedo dar por sentado a alguien es al pasajero de un autobús. No tendría por qué cubrirlo con un vómito de juicios. “Norma, Elena están locas”.  Decir que algo es verdadero es sólo desear que sea verdadero. No podemos hacer más. Cierto día pedí dentro de un bar de buenos amigos que hicieran sonar Las Mañanitas, con Pedro Infante, ya que alguien querido cumplía años y yo estaba de buen humor. Se negaron rotundamente, pues los inversores tienen derecho a calcular las medidas del catafalco y conservar una imagen que los defina de cara a los demás. Quizás debí decantarme por Sid Vicious interpretando My Way, pero en la música la prostitución me da un poco de tranquilidad o certeza al no mantenerme en ninguna cima o mira ostensible. Escuchando a Lucha Reyes o a Sergei Prokofiev puedo dejar transcurrir entera una noche de retiro. Hace años, durante una charla, Irvine Welsh proponía a David Bowie como su músico favorito: yo, haciéndome el payaso, sólo le sugerí una canción: Las Mañanitas. Por supuesto, no comprendió. “A mi desgracia le hace falta un poco de variedad”, debí también responderle al amigo con quien me enfrenté en la calle. ¿Para qué consumir palabras como pastillas? Que sea su efecto el que se muestre, impúdico. Nadie sabe quién es el otro, la otra, los otros, los otorrinolaringólogos. ¿De qué nos quieren consultar?, ¿perdón?

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