No se aburran con este artículo (de por sí su vida debe ser ya un gran bostezo). Duérmanse, pero no se aburran, pues aburrirse es muy arrogante. Si desean que alguien los divierta que sea la Magnum 44 de Clint Eastwood. “Si quieres una garantía, cómprate un tostador”. (C. E.). Walter Benjamin escribió acerca de Baudelaire esto: “Como escritor, Baudelaire tenía una gran deficiencia que él mismo no sospechaba: era ignorante. Lo que sabía lo sabía a fondo; pero sabía pocas cosas”. A Octavio Paz le fue peor bajo el juicio de Ricardo Piglia (Crítica y ficción; Anagrama; 1986). Después de escribir que Paz lo perdió todo a cambio de hacerse crítico de la sociedad de su tiempo —ser un moderno, entiendo yo—, el argentino se deshilvanó y escribió: “Paz era en ese sentido una figura anacrónica, obviamente una especie de Lugones fuera de estación, todos hacían de cuenta que lo oían porque era un poeta, pero en realidad es obvio que Paz, no fue otra cosa que un periodista, sobre todo eso, un gran periodista, un excelente divulgador de teorías y de hipótesis que entendía mal y transmitía bien”. Por supuesto que ambos son juicios tajantes, pero Benjamin era un filósofo, quizás el más influyente del siglo veinte; en cambio, Piglia fue, en sus andanzas críticas, un comentador que reflexionaba agudamente desde la literatura. La estatura intelectual de Paz le hacía sombra. ¿Quién puede saberlo todo acerca de un tema o de un asunto del espíritu? Estoy de acuerdo con Félix de Azúa cuando escribe que “el fracaso es siempre el triunfo del tiempo”. Pero eso Baudelaire lo sabía y sus penurias económicas, su misantropía, su mala salud y sus desengaños amorosos nutrieron su poesía infernal.
Yo no creo saber nada profundamente (todo lo que pensamos son aproximaciones), pero comprendo el papel del divulgador, de aquel que hace de las migajas que le tocaron en su mesa un poco de pan para los hambrientos. Yo, divulgador, escritor o pordiosero de las letras, sospecho que en algunos años seré indigente. Hay que tirar el dinero al basurero del alma y escribir sin parar. Recuerdo que, cuando siendo joven, escuché el término “niños de la calle”, no me conmovió en absoluto, pues me pareció entonces que esas miserables criaturas tenían la oportunidad de progresar, de dejar atrás la penuria y su arbitraria y cruel condición económica y educativa. Sólo había que pelear en todos los ámbitos de la política con el propósito de repartir la riqueza y aproximarse a la justicia. Me avergüenzo: disertaba yo como una señora (o señor) sentimental y culposa de Coyoacán o de Las Lomas. Me preocupaban los niños, ya que en ese entonces no sabía que ellos representaban esencialmente el pasado y que proponerlos como imagen y garantía del futuro resultaba ingenuo y francamente engañoso. Una amiga querida me hizo saber, hace unos días, que se encontraba muy preocupada por la calidad de mi breve futuro. La tranquilicé; no seré yo un “niño pobre”, sino un “viejo pobre”, pero la indigencia no me da miedo. Un viejo pobre es un bien para su sociedad, mientras que se muera pronto. Me doy en esto la razón, por supuesto, dado que no soy un oportunista o zalamero de “izquierda”, dueño de propiedades y negocios en otros países; ni tampoco un rico —ahora protegidos, los más ricos, según parece, por los poderes vigentes— y que no ha construido fortunas colosales a partir de la pobreza de los miserables que habitarán por los siglos de los siglos nuestro extravagante país, pues me toca joderme. Ya me vi: un “viejo pobre”. No me molesta. Les transmitiré todo mi saber desde mi miseria y autocompasión maniática. Los niños pobres de esta época serán, si viven lo suficiente, también viejos pobres. No se hagan ilusiones, escuincles. No sean ilusos. Yo también tenía un hipotético gran futuro, pero todo se malogró. Fui hijo de la Revolución; contemporáneo de una izquierda anacrónica y, por si fuera poco, he vivido de más.