En el club del nihilismo , se dice que la educación es amansamiento. Quiero decir: hacer que los “animales” se comporten y no se aniquilen entre sí. Aunque sería esta una definición o noción demasiado general o abstracta. Pero certera, aun en su ambición, creo.

El asunto crucial es que toda educación requiere de una ideología o, si se quiere, de una dirección moral. Los padres intentan educar a sus hijos según sus ideas, traumas , economía, prejuicios , conveniencias, etcétera. El Estado da por hecho que los ciudadanos son sus hijos y trata de guiarlos de acuerdo con determinada idea del bien o de programa ilustrado. Y, además, si no es un Estado dogmático o tirano, puede permitir o soportar que existan instituciones cuya ideología educativa difiera de las estatales, hasta donde sea posible. Un “escuela para asesinos” no sería del todo aceptable en nuestros tiempos, ni aunque el rector fuera Thomas de Quincey.

A pesar de que la educación de las masas ha dejado de ser una actividad importante para el Estado despreocupado en ilustrar, y esta educación es desde hace varias décadas privilegio de las corporaciones mercantiles, no deja de ser doloroso que se carezca de una ideología al respecto. No me refiero, al afirmar lo anterior, que el amansamiento se utilice para manipularnos, explotarnos y someternos una vez más a una idea del bien única, definitiva, cerrada. Aludo a que los llamados bienes de la civilización y el conocimiento no pueden ser transmitidos a una sociedad no educada. Se trata de una ecuación sencilla, simple, incluso ingenua en apariencia. La crítica a las instituciones, al poder, al crimen y a la sociedad débil es imposible si se carece de alguna clase de educación. De lo contrario sólo ladraríamos como canes al paso de los automóviles y a ello se reduciría “nuestra opinión”.

Si me permiten, más allá del liceo o la academia griegos, creo que la educación todavía significa, al menos para los gobiernos llamados socialistas, un medio o vehículo de ilustración para quienes no saben, los marginales, los más pobres o para aquellos que desean formar parte de la ciudad, sociedad, comunidad o como quieran llamarles a esos grupos que se forman en pos de la supervivencia y la familiaridad. El valor que le otorgamos a la vida, a la privacidad del vecino, a la opinión diferente, a la raíz diversa, a los que no son como nosotros, determina el nivel de educación que poseemos. Sé que Cioran exclamaba que la Revolución Francesa había sido sólo producto de la vanidad gala, pero a mí me gustaría llamar al orden. Si un Estado no edifica estructuras sólidas para que la educación sea una manera de valorar la vida en comunidad y de hacer diferencias, entonces estamos hundidos en un pantano. Si no comprendemos su importancia social es imposible que podamos siquiera sugerir que pertenecemos a una ideología progresista que ha aprendido de la historia. No cualquier maestro de escuela es capaz de comprender algo semejante. Se requiere de una sofisticada habilidad y visión de futuro. El símbolo no sustituye la eficacia racional.

Me parece evidente escribir que la educación es una de las tantas posibilidades o ramas de la cultura. Y, sin embargo, ¿cómo apreciar la cultura si se carece de una educación mínima y fuerte? Es una paradoja. No te educo, y así no serás capaz de comprender la complejidad de la cultura ni la gravedad de las artes, ni siquiera podrás reconocer la corrupción política. Serás sólo un soldado. Yo no quisiera pertenecer a una comunidad semejante. Si el valor por la vida y el bienestar de los demás no es parte de una educación consistente, sopesada, confrontada, analizada, entonces el crimen también es cultura, es decir costumbre asimilada, que nos permite continuar alegremente con la fiesta de las balas, aludiendo al relato de Martín Luis Guzmán.

Termino: la educación ya no parece ser un asunto de Estado. Sabemos bien que quienes transmiten hoy los valores educativos que mantendrán a la sociedad en su eterna y dócil consistencia son en buena medida las corporaciones mercadotécnicas. No me siento decepcionado; en el club de los nihilistas no sucede algo así; pero me duele la digresión política, el tropiezo y la displicencia ante el único problema al que tendría que abocarse un gobierno progresista: me refiero a dotar de armas críticas a los ciudadanos.

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