Mientras me dirigía, hace unos días, a comprar una botella de vino y una buena hogaza de pan se me ocurrió o, más bien arribó a mi mente, una observación algo absurda de Truman Capote acerca de la manera de reconocer a la gente rica y cultivada. “Los reconoces porque siempre sirven verduras tiernas y bien cocidas durante la comida”. Al menos así recuerdo sus palabras. Mas, tal como he mostrado en mis escritos, la opulencia es, en mi opinión, ofensiva si se produce dentro de una sociedad cabizbaja y pobretona; hecho que me obliga a alejarme de las riquezas, vulgares por sí mismas, y a cultivar el ascetismo y los placeres inofensivos. Mi placer nunca será la desgracia de otra persona, y creo que tal es un buen principio para vivir. Lo cual no significa que desprecie las verduras frescas, bien cocidas y las almohadas suaves. Verduras frescas, buen pan, almohadas suaves y una compañía agradable son lujos que casi todos nos podemos dar sea cual sea el charco social en el que nos ahoguemos. Y si uno se escapa de las definiciones y acciones ofensivas que crean los millonarios, los educados amaestrados, los “creadores” empresariales de riqueza, la servidumbre estatal casi siempre a sus órdenes, o las estrategias económicas que hacen del trabajo una necesidad humillante y, en general, estimulante sólo para muy poca gente, entonces es posible que uno se encuentre del otro lado, como lo ha descrito Viviane Forrester en un libro que ya he citado aquí. El horror económico.

Los epifenómenos que suelen bombardearme a diario me llevan a una tarde gris de hace 30 años cuando volvía a Nueva York desde Madrid para encontrarme con una mujer que, según mi intuición, habría de ser importante en mi vida. Yo viajaba a la ligera: unos tenis, ropaje resistente, una maleta desechable y casi nada de dinero (lo obtenido en actividades efímeras y ahorros someros). Sobrevivía de las limosnas de los amigos que iba forjando en el camino, de mi fortaleza, en ese entonces de hierro, y de mis deseos de errancia y conocimiento. En aquellos tiempos me comunicaba por medio de cartas, las cuales tardaban entre ocho y 15 días en llegar de un continente a otro. Por medio de una de estas misivas escritas a mano y con caligrafía nerviosa me comuniqué con mi amiga y concertamos la cita. Ella me esperaría en el aeropuerto John F. Kennedy y no se movería de allí hasta que llegara yo en un vuelo incierto, pues me habían obsequiado uno de esos boletos en que debes esperar varios días hasta que se desocupa un lugar en el avión y entonces te hacen el gran favor de incorporarte al vuelo de los espárragos puntuales. Cuando llegué al aeropuerto no vi a mi amiga e inferí que se había cansado de esperar e ir todos los días allí para aguardar mi entrada a América. Me equivoqué, pues ella estaba en el aeropuerto entre una frugal multitud de personas y por un terrible infortunio ninguno de los dos descubrió la presencia del otro. Seguí de largo y terminé viviendo en casa de unos puertorriqueños en la calle 84. Por su parte, ella se fue a un hotel a continuar escribiendo cartas que nunca me llegarían a Madrid. El azar, la casualidad o el capricho con que la vida se impone lentamente en nuestro derrotero decidió que el viaje no fuera en vano, y ella me encontró —quizás para su desgracia— luego de varios días de vagar en aquella Manhattan de los años 80, peligrosa, inhóspita y olorosa a comida.

Sé que algunos filósofos opinan que el relativismo no es una teoría ética (R.M. Hare, entre ellos), y es muy posible que el ingrediente moral no sea necesario, pero el relativismo sí es una teoría, es decir, un dibujo del mundo que se esparce desde nuestros sentidos. El relativismo (llamémosle inteligente) te lleva a no esperar demasiado de las especulaciones dogmáticas o definitivas y te permite gozar de cierta humildad, necesaria para habitar en un mundo colmado de atorrantes, inflados de definiciones ampulosas, teorías irrebatibles y plenos de una seguridad santurrona que te invita al vómito y al desprecio. Aquel encuentro en Nueva York pudo darse o no, y hoy ni siquiera repararía en ello. Fue una fortuna que el fervoroso capricho de los hechos humanos permitiera que nuestro esfuerzo por reunirnos no fuera en vano. Almohadas suaves, verduras tiernas, buen pan y una compañía agradable. ¿Qué más quieren?

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