Paseando en las calles de la colonia Juárez me he encontrado de frente con un amigo absolutamente ebrio. Le he preguntado si requería ayuda o deseaba que llamara a alguien capaz de auxiliarlo. Su respuesta fue contundente, aunque apenas logré comprenderla. “No me molestes. Estoy haciendo lo posible por estar todavía más borracho”. Le di una palmada en la espalda y continué mi camino. Más allá de sus motivos o pretensiones no tenía yo intenciones de entrometerme en el espacio de su libertad personal: Por lo demás, se trataba de un ebrio inofensivo y si acaso se caía y rompía la cabeza, él mismo había hollado su camino en esa tierra funesta. En infinidad de ocasiones el respeto que profeso por la libertad individual me ha traído críticas y sin sabores porque generalmente se da por sentado que un ser humano no es libre, sino que pertenece o se halla ligado a su comunidad, cultura, familia, ley, economía, belleza, fealdad, simpatía, trabajo: es decir circunstancia. Sería difícil negar que esto es en buena parte verdad, sin embargo el ser individual se oculta o reaparece debajo de todas estas ligas y compromisos. Acudiré a una sola y pertinente razón: no sabemos lo que este ser humano, individuo, cosa indivisa, se encuentra pensando o qué carajos pasa por su mente, aunque nos lo explique, escriba una novela o se confiese ante un sacerdote o un sicólogo. Nadie sabe nada al respecto, acaso si es un hombre o una mujer zanahoria, predecible y cuya conciencia ha sido paralizada, extirpada o abrogada por la circunstancia, podríamos aproximarnos lo suficiente a su mente para de esa forma determinar su comportamiento. Esto es lo que hace un obsceno número de empresas comerciales, políticas y educativas: primero nos transforman en autómatas, y después se dedican a manipularnos hasta donde sea posible. El amansamiento es una actividad practicada de manera constante; y solamente una libertad razonada que provenga de nuestra conciencia singular, misteriosa e irrepetible podría oponerse a la manipulación de los seres zanahoria, autómatas, o como deseen llamarles.
Me he enterado que hace un par de semanas la autopista México-Puebla había sido bloqueada durante varios días por un grupo de campesinos que reclamaban haber sido objeto de abusos por parte del gobierno. Las filas de automovilistas, traileros, motociclistas y demás se paralizó y ninguna autoridad desalojó a los querellantes. Mientras tanto, miles de personas sufrían su propio infierno. Nadie hizo nada al respecto, ya que los afrentados eran libres de manifestarse y sobre todo tenían a la razón de su parte. El libre tránsito se convirtió en una entelequia, la constitución mexicana se evaporó y las autoridades no ejercieron su responsabilidad. Los campesinos o lo que fueran, por demás cobardes, podrían haberse expresado de otra manera, o al menos cobrando o enfrentando directamente a quienes los habían defraudado, no a las miles de personas que sufrieron el largo cautiverio en la autopista. Es así que la libertad pura no existe, si no se le conceden o imponen límites con el fin de preservar la buena convivencia. ¿Qué habría hecho yo en caso de sufrir aquel congestionamiento varios días? ¿Quemar el vehículo y echarme a caminar? ¿Colgar de un árbol a alguno de los saboteadores? ¿Proponerles a los campesinos que rodearan la casa del gobernador o los responsables y los mantuvieran incomunicados? No sé; la resignación a la que aludía Schopenhauer, como una de las mayores virtudes del hombre no me habría bastado para pernoctar allí.
Hace ya poco más de 300 años el filósofo napolitano, Giambattista Vico, escribió que las matemáticas son rigurosas únicamente porque son arbitrarias, porque consisten en el uso de convenciones libremente adoptadas, como en el transcurso de un juego y no son, como se ha supuesto, un conjunto de reglas innatas y objetivas, ni un descubrimiento de la estructura del mundo. Es una idea perturbadora y que la mayoría de los científicos actuales rechazaría, pero a mí me interesa, la alusión al asunto de la libertad como convención: no se jode la libertad de los demás en nombre de una libertad impuesta. Recuerdo que siendo joven discutía con mi padre y le decía, respecto a quienes tomaban las instalaciones públicas en señal de protesta: “Es la única manera que tienen para ser escuchados por las autoridades”. Y él me respondía que no podían lastimar a personas inocentes al expresarse y me citaba a Benito Juárez. Hoy que me he convertido en mi padre lo comprendo: toda libertad tiene límites (los otros), de lo contrario es una lepra que puede extenderse hacia todos los horizontes.