Las comas organizan el universo. Las pausas son necesarias en cualquier aspecto de la vida, son como entrar a una cueva durante una tarde lluviosa y abandonar por un momento el camino. ¿Es posible ser por un tiempo lo que uno no es? Interrogante inútil: preguntas que me hago a mí mismo cuando estoy cansado. Pero los rieles del tren ya están sobre la tierra y yo soy el único pasajero. Ya diviso en lontananza la aldea donde moriré; sé incluso los pantalones que usaré entonces y los zapatos y mi última cena. Mientras tanto, intento hacer el mayor número de pausas posibles: mis amigos encarnan en gran medida esas pausas, estar junto a ellos es parecido a hacerse a un costado del camino.
Un millonario que carece de vicios es lo más idiota que ha producido la naturaleza, berreó mi amigo Matías tratando de justificar sus vicios. ¿Qué cosa tienes allí en tu débil cabeza?, lo cuestioné: ser millonario es el peor vicio que la humanidad haya logrado inventar, esto último lo dije yo mientras escuchaba cantar a Bessie Smith y esperaba la llegada de Need a Little Sugar in my Bowl, ¿por qué? La costumbre, eso mismo escuchaba mi abuela y mi madre. Y ahora yo si tuviera descendencia la obligaría a escuchar a Bessie y también a Lucha Reyes. ¿Y qué perro moriría si Matías o su familia almacenaban millones de pesos? Ser rico en un país pobre es una cochinada, un delito, un cinismo que deja muy por abajo el asesinato, según yo. Tener algún amigo millonario es una especie de pausa en mi caso. Los escritores, además, solemos observar a los animales que no son como nosotros, si no entonces de qué carajo vamos a escribir, ¿de la carne que se pudre al pasar los años? Un vicio costoso ser millonario, eso sí, para ello se necesitan millones y más millones añadiría no un imbécil, sino un sabio. ¿Qué canciones te gustan de Bessie?, me interrogó Angélica; las que se puedan silbar y las que reconozca hasta un loro, un loro sordo inclusive, si son difíciles de silbar entonces son estúpidas, rematé, me molestaba el calor enjaulado en el departamento de Angélica e hice pública mi molestia; ¿ahora escuchas blues porque hace calor?, preguntó ella; sí, claro, remarqué y tomé de un sorbo el vodka y chupé uno de los dos diamantes con que me lo habían servido, chupaba el hielo y observaba a Matías recostado en la alfombra ocre, lo vi jalar el cuerpo de Angélica y besarse durante unos segundos, ella lo besaba a él (más bien) en la sala de aquel loft de un segundo piso, el cascarón donde ella recién vivía y que había comprado por sólo 7 millones de pesos, a pesar de que ella no era tan rica como Matías.
A las mujeres les fascinan dos cosas especialmente, no a todas, les advertí, aunque sí a muchas que yo conozco, les gusta besar y bailar, son sus rutinas preferidas. Es verdad asintió Matías, Angélica se calló; ahora ponte a bailar le propuso Matías y la teoría quedará perfecta, la teoría de este güey. La flacura de Angélica y Matías resultaba ideal para formar una X o un dos romano o un once arábigo o los rieles de un tren camino a un desierto poblado de arena, ¿cómo logra un desierto estar poblado de algo? ¿Es eso posible? Sí, poblado de arena y uno que otro ser vivo como las líneas que formaban los cuerpos de Matías y Angélica. Si quieren estar solos me voy, les dije y sonreí. A las mujeres nos gusta besar más que nada, ¿acaso no lo has dicho hoy?, recordó Angélica. Sí, lo creo, sonreí otra vez, a mí no me gusta besar, es un gesto estúpido y muy íntimo, prefiero fornicar con una pared, agregué. ¿Qué cosa no te parece estúpida a ti?, exclamó Angélica. Claro que me gusta besar, me defendí, pero sólo si estoy en la cama y puedo tocar, meter, arañar, lengüetear: hacer cosas. El puro hecho de besar y ya, sin algo más, es... no sé qué es... digamos demasiado pervertido en mi opinión. También la música te parece estúpida y estás allí, esperando a que Bessie cante no sé qué..., advirtió Angélica. Sí, dije yo, me serví otro vodka, la música debe ser estúpida, de lo contrario no hay manera de apreciarla, es solamente ruido; sólo la música tiene ese privilegio; es estúpida para que te afecte de tal manera, parloteaba yo. No había yo reparado en esa tontería, añadió Matías. Cuando tenía 20 años, Matías había sido un rockero y artista, una estrella y ahora casi llegando a los 50 me parecía sólo un judío millonario, simpático y educado como un perro que ha tenido los amos precisos, las correas adecuadas, la libertad exacta, qué sé yo o él o ellos. Usaba camisetas blancas, jeans y se rodeaba de mujeres jóvenes como Angélica sólo que esta noche Matías no actuaba su papel, se sentía a gusto entre nosotros, quizás libre.
Ellos representaban una ligera pausa en mi vida.