“Ojalá tuviera que llevarme algo a la boca en un día tan luminoso”, leo en Hambre, la novela que escribió Knut Hamsun en 1890 y que yo desconocía. (Mientras leo sus páginas no puedo olvidarme de El tiempo de los asesinos, de Henry Miller, aunque éste es un ensayo biográfico sobre Rimbaud, y comparado con Hambre se encuentra plagado de comentarios y juicios que colman la hambruna del escritor). Quien no haya sufrido hambre alguna vez en su vida debe tener concepciones de la vida algo inciertas e impostadas, ya que no tener comida en nuestra mesa, por cualquier motivo, supone y dibuja una región del alma que tendría que ser conocida si se quiere mantener una visión más compleja o vasta de nuestro alrededor. Y sostengo, sin mayor problema, que el Alrededor es el Yo. En mi vida sólo he pasado hambre en dos ocasiones, una cuando niño por aquellos días en que mi madre se esforzaba por que sus críos tuvieran algo en el estómago y nos preparaba migas, que en ese entonces consistían sólo en pan duro hervido en agua a la que se sumaba algún condimento que le diera sabor al caldo: una cebolla, un ajo, o un pedazo de cualquier cosa que nos hiciera olvidar la insipidez del platillo. La segunda vez fue en Europa, ya que prefería viajar a comer, y viví semanas como un trashumante miserable que, de pronto, se encontraba a alguien piadoso o generoso que compartiera conmigo sus alimentos. Fue un periodo breve antes de que encontrara varias formas de ganarme la vida, incluso robando. Es obvio que si me hubiera quedado en casa habría engordado lo suficiente como para despreciarme y odiarme a mí mismo.
¿Qué sucede cuando el cielo está luminoso y no hay motivos para sonreír? Eso sí que resulta una tragedia. El día brillante y a tu alrededor observas a tanto desgraciado haciendo lo suyo, royendo el aire con su presencia, infestando de hedor las calles, carcomiendo la mínima paz que toda persona debería gozar luego de una jornada de trabajo. ¿Cómo se puede disfrutar de un día luminoso cuando la mayoría de los peatones, vendedores, conductores y demás tripas humanas no han disfrutado de las artes, ni de la más mínima tribulación intelectual? Por el contrario, desprecian lo que no conocen, lo que hiere su susceptibilidad de presas miedosas y, sin embargo, arrogantes. ¿Hambre? La obesidad reinante en mi ciudad no me da indicios de la existencia de hambre, sino de un holocausto de intestinos, de una alimentación desesperada y bestial.
Hace unos días me escribió un buen amigo que decidiera marcharse a estudiar letras a Nueva York. En su correo me decía que no continuaría por mucho tiempo dedicándose a tales estudios porque en realidad a nadie allí le interesaba la literatura. Lo que buscaba la mayoría era colocarse en la sociedad, poseer un título y competir. Ya saben: la santa y jodida competencia, tan amada por una buena parte de la población, cuyos miembros se tiran cornadas entre sí a cada momento, se miden y comparan. Mi amigo me ha confesado que ha preferido echarse a vagar y a leer, antes que pasar más tiempo en las aulas donde se fabrican salchichas doctas que después atiborran los súpermercados matando la sustancia alimenticia y propiciando la obesidad literaria.
El correo de mi amigo me ha puesto a divagar y a concluir, una vez más, que la literatura, al menos en mi caso, no es un determinado apartado del espíritu, sino que, como la poesía, la música y otras expresiones del miedo y la luz humanas, crean el paisaje, el “alrededor”, para que los hambrientos reales, los anémicos de la cultura y el arte, los desnutridos del conocimiento no hagan una porquería del ambiente y la civilidad. Mi deseo no es que todos los seres humanos lean a Knut Hamsun o a Peter Handke, sino que se encuentren dispuestos a aceptar y a respetar la diferencia. Las utopías no son más que deseos de ampliar la lontananza. En su Antropología filosófica, el filósofo alemán Ernst Cassirer (1874-1945), escribió que la utopía se convirtió en una literatura de la ilustración, en una forma de invertir la pasividad de los seres humanos: “Este pensamiento simbólico supera la inercia natural del hombre y lo dota de una nueva facultad: la de reajustar constantemente su universo humano”. Es decir, su alrededor, su yo, su entorno, su yo-otro, etc...
En el pasado le he otorgado a esa literatura —a la que se refiere Cassirer— un valor humano importante, el que incluso va más allá del mero oficio de contar historias, o el de la mercadotecnia actual de los prestigios. Ya no frecuento al ser utópico, pero creo que es necesario exponerlo, sólo como una disminuida simbología de la ilustración. El seppuku colectivo se ha realizado ya, pero sin ninguna gracia; se habita la muerte de la peor manera, y la literatura ya no sirve ni para aliviar el lastre social. ¿Qué se hace en un día luminoso como el de hoy? ¿Hacia donde mirar? Tal vez a algún libro en donde la luz y la oscuridad confluyan.