“Una revolución es la forma en que el poder cambia de manos”, escribió el escritor Guy Davenport. Lo creo y acaso tal es la razón de no desear, hace muchos años, que mis padres se divorciaran. En caso de haberse dado esta ruptura yo habría permanecido al lado de ella para intentar echar a cualquier nuevo intruso de nuestra casa. No deseaba ninguna revolución familiar, no anhelaba ninguna clase de cambio: el cambio se antojaba aterrador y me resistía a que otro ser humano intentara ejercer un poder sobre mí. Por impecable fortuna no se dio ningún divorcio, sino apenas una separación que duró varios años. Sin embargo, como sugería Henry Bergson, el tiempo es una vivencia, una constante reflexión, una duda y también un cambio de hábitos constante. Y aquel cambio de la adolescencia a la primera juventud representó para mí, a veces una eternidad y otras sólo un parpadeo. Más adelante, a mis veintitantos años, luego de militar en un movimiento estudiantil universitario, me incliné por una revolución momentánea, constante, alejada del permanente cambio de manos que poseían y manipulaban el poder. Entonces, otros estudiantes también refractarios, fundamos una revista, no sólo literaria pese a que utilizábamos los relatos, los poemas y aforismos como detonación para hacerle la guerra a todo lo que quisiera imponerse a la voluntad lúdica, impulsiva, y sobre todo escéptica. Haber continuado en el movimiento estudiantil, el cual después se transformó en partido político, me habría llevado a alimentar una ilusión: la certeza de que las revoluciones poseían alguna relación con la libertad instalada en mi propio tiempo vivencial —no en el tiempo espacio temporal— y mucho menos utópico.

Las utopías se encuentran en la imaginación y pueden ser expresadas a través del lenguaje precisamente para no ser cumplidas, de lo contrario uno se estaría engañando y tomando los asuntos vivenciales de una manera algo superficial. Luego fundamos una revista que incluía la destrucción de las certezas; la absoluta incorrección; el desorden; el impulso lúdico y, sobre todo, el peso de la libertad romántica. Si hubo influencias en la publicación estas fueron innumerables, pero creo que el dadaísta rumano Tristan Tzara, y el cineasta y escritor nacido en Baltimore, John Waters, podrían ser nombrados como horizontes simpáticos o atractivos que nosotros hicimos propios y latentes. Los relatos que publiqué en aquella revista los reuní en un libro que hace unos años reedité, sin imaginarme que hoy podrían incomodar a los gendarmes que persiguen la incorrección cultural. Todo esto sucedió hace mucho tiempo tal como me lo indican mis recientes estados de ánimo, así que otorgarles un valor permanente a mis juicios resultaría inocuo o inútil

En aquellas épocas estudiantiles en las que sólo me interesaba, seriamente, el basquetbol y el sexo, también leía, a la par que mi pareja y mis amigos, una nutrida

cantidad de escritores y ensayistas mexicanos y españoles principalmente, además de todos los creadores que caían en nuestras manos (Xirau, Zea, Kundera, Iván Illich, Paz, Monsiváis, Garro, Acker, McCullers, Arredondo, Sánchez Vázquez, Sánchez Macgrégor con quien sostuve una amistad legítima, y tantos más). Este apunte lo despliego en la mesa para quien crea que aquellos amigos de la horda estudiantil que se convirtió, vía nuestra publicación, en “destrucción creativa” sólo leíamos a los escritores o filósofos extranjeros. ¿Qué significa “extranjero”? Geográficamente lo sé, pero me resulta un concepto tan triste y abusivo, tan absurdo e idiota que prefiero no pensar en ello.

Recuerdo que desde los 14 años me resistí a celebrar lo que continuamos nombrando año nuevo (ese chiste astronómico) y prefería quedarme durante la noche en casa, solo, mirando televisión, mientras mi familia salía a cenar y a ejercer el poder simbólico y elegiaco de las costumbres. Los astros giran; hay quien cree comenzar una nueva vida; los precios de las cosas suben, jamás descienden; la piel compra otro vestido, liso o arrugado; algunos progresan o caen en diversas direcciones; etc.... he allí el año que se aproxima. Bienvenidos a mi memoria —que es duración corporal y singular concentrada— el recuerdo de esos años en los que no deseaba cambios ni revoluciones; sólo sexo, libros y basquetbol; o sólo sexo y baloncesto; o sólo sexo, y sexo, y.... más sexo. Según yo, es lo más cercano a la libertad que puede crearse desde el caos, el desorden y el impulso vital. Finalmente, deseo a mis agotados lectores que lo más grato de su tiempo vivencial se imponga sobre los trucos y amarguras que constantemente impone un tiempo lineal poblado de trúhanes y acción depredadora.

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