Tres exclamaciones rondan ahora en mi cabeza; las he citado en algunas páginas escritas en el pasado con tal de olvidarlas, pero no se marcharon. La primera es de Tristan Tzara y él la adosó a su manifiesto dadaísta en 1918: “Yo hablo siempre de mí porque no quiero convencer. No tengo derecho a arrastrar a nadie hacia mi río, yo no obligo a nadie a que me siga.” La segunda pertenece a Rödiger Safranski y reza: “Me parece tan necio tener razón al precio del amor.” Finalmente, cito a Remy de Gourmont cuando afirma que cualquier opinión es odiosa cuando se transforma en una convicción. Tres voces tan distintas: la de un artista de vanguardia moderno, la de un filósofo alemán y la de un escritor francés ensombrecido y sólo admirado o reconocido por unos pocos, entre ellos Blaise Cendrars quien ahora, también es leído por unos cuantos. De cualquier forma, estas voces se concentran aquí al nombrarlas y si un espíritu las une no es el relativismo ni la displicencia, sino la gentileza. Renunciar al deseo de tener razón hace posible una vida menos inhóspita ya que mina la necedad en las discusiones de cualquier clase.

La férrea convicción esconde por lo regular un cuchillo que apunta a nuestra garganta. Huir de las discusiones acaloradas es una señal de prudencia y de instinto de supervivencia. Tarde o temprano el impulso vital que se apodera de la voluntad terminará expresándose, de modo que mientras ello sucede practicar la gentileza honra la estancia humana en tierra de animales. Yo he conversado acerca de literatura con alguien que apenas si ha abierto un libro y no le impongo mi saber; me concentro en su imaginación y me pregunto acerca de lo que sucede en su mente. Si ese alguien me es simpático la conversación se alarga y con suerte obtendremos alguna experiencia que hará menos amargo ese lapso de vida. Además, le agradezco que me permita callar y descansar de la obligación de expresarme. La madurez te lleva a valorar el silencio y a practicarlo con el único propósito de no ofender a las personas que no lo merecen. En el escrito más oscuro de su libro fundamental, Schopenhauer dice que la salud, la juventud y la libertad son los bienes más preciados del ser humano, pero que, sin embargo, hubiera sido preferible no existir a existir. Alega que un solo tormento oscurece la luz de mil placeres y que no hay nada agradable que no vaya acompañado por una experiencia amarga. Y coincide con Plinio en que el mayor consuelo en la vida de un hombre es tener una muerte oportuna, una muerte gentil. Yo estoy de acuerdo; una muerte que nos ahuyente de la vida larga tan obesa en desgracias y que les ahorre a otros nuestra presencia. Todo ello lo escribe Schopenhauer en De la futilidad y el sufrimiento de la vida.

Si un admirador vehemente y sólido tuvo el filósofo alemán fue Borges, quien, sin embargo, creía en la inmortalidad, en la obra o actos que la memoria guarda más allá de la vida breve o pasajera. Como sabemos, el tema principal en la obra de Borges fue el tiempo y en sus relatos la historia es el conjunto de todos los momentos posibles. No sé si Borges haya leído a Bergson, pero si lo hizo me imagino que estuvo de acuerdo con él en sus ideas acerca de la duración, la memoria y el impulso vital. José Vasconcelos lo leyó y le dedicó un ensayo en 1941, Bergson en México, un escrito muy personal y pontificador. La inmortalidad a la que aludía Borges es la memoria, pero una memoria inconsciente formada por hechos que son al mismo tiempo eternos y evanescentes. Yo creo que la inmortalidad es una invención humana y por lo tanto una mentira piadosa, una cárcel que nuestra imaginación edifica, una manera de creer en lo imposible para soslayar el hecho de la futilidad de toda vida que se cree necesaria. De allí que el desear no tener razón y ser gentil con las personas es una manera noble de habitar el mundo, la vida, o como decidamos nombrar a esta ilusión cuya fuerza motriz es el absurdo, la indiferencia y el miedo. Y si usted opina lo contrario es, seguramente, porque yo estoy equivocado y no he aprendido a observar la belleza y bondad de las palabras y las cosas. Cuanta razón me falta.

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