Una atrición, según la RAE —y la Academia le echa la culpa al catolicismo— es el arrepentimiento de los pecados por temor al castigo divino. Sin embargo, y olvidándonos de divinidades, una atrición es sentirse culpable por algo que has hecho y que siempre recordarás, y te joderá. Me ha sucedido últimamente: he cancelado mi presencia en ferias de libro y demás eventos literarios debido a mis males subjetivos (que no le importan a nadie: en la vida real no soy chillón). No asistí, por ejemplo, a la primera función de La Promesa, la película del cineasta Óscar Blancarte (y que pronto aparecerá en cines), artista consumado, y mejor persona; ya que me dirigía a la sala de exhibición acompañado de veinte personas, hasta que mi pareja me avisó una hora antes que requería cada quien de una invitación personal. Soy un idiota. Pensaba que era una función y una fiesta. Juan García Ponce escribió alguna vez la lista de sus atriciones más graves en el suplemento sábado del periódico unomásuno, entre las que se encontraba un alarde público suyo ante el médico Ignacio Chávez, según recuerdo. Mas yo no pido perdón a nadie, sólo me compadezco y sufro mi ausencia de tacto social. No sé —como escribí aquí en mi columna anterior sobre Peter Handke— de qué manera comportarme ante lo rotundamente abierto.

Quizá ésta sea la causa de mi manía cotidiana por mantener el orden de los objetos. Una puerta de closet abierta es mirada, desde mi angustia, como el hocico de una bestia que amenaza devorarme. Si dentro de mi casa alguien cambia, aun sea sutilmente, el orden de los muebles, recibo tal modificación como si mis propias vísceras hubieran cambiado de lugar. El orden no anula, pero al menos suaviza la conciencia de que una inminente desgracia está por suceder. Quiero aclarar que mi temor por la catástrofe no se refiere a ningún asunto social, sino sólo a mi persona. En el país en que vivo el desastre ya ha sucedido, de modo que no me resta más que observar las ruinas de sus instituciones y su horizonte devastado para sentirme todavía más medroso. Ha escrito Jean Baudrillard que la masa es un ser sin atributos y que lo social es la acumulación de lo muerto. En ausencia de un espacio coherente en donde ejercer los actos sociales, las personas conscientes se marchan y dejan su lugar a los átomos informados que componen la masa. La masa es muerte social por constitución. Y ante la magnitud de ese desastre, lo que me conviene es engañar a la muerte personal manteniendo en orden todos esos objetos que se hallan diseminados en las distintas habitaciones de mi casa.

La casa del Ángel fuerte es el título de la novela del polaco Jerzy Pilch —ojalá alguien comprenda porque ligo esta obra con la atrición— y también el nombre de la taberna o tugurio en donde el personaje crucial de la obra acude a emborracharse. Este personaje vive al lado de una mujer a quien él llama Juanita Catástrofe. Una de las aficiones de esta mujer consiste en desordenar su casa y dejar todas las prendas en el piso cada vez que se desnuda o cambia de atuendo. Su compañero podría amarla profundamente si ella consintiera en ser un poco más ordenada en sus hábitos. Ella sería su amor definitivo si pusiera por lo menos las llaves de la casa, o los calzones sucios en su sitio. El ebrio requiere vivir esta aterradora asimetría para no sumirse en la absoluta desesperación, y escapar así de la demencia, la perturbación letal y la muerte. Sin embargo, una mujer desordenada no tiene solución, ¿qué va a importarle el orden si de ella misma proviene la vida? Es por ello que el ebrio no cesa de lamentarse a causa del desorden que lo rodea. Y es que después de haber sido testigos del desastre de nuestra sociedad, a algunos sólo nos queda refugiarnos en un orden ficticio para evitar de, esa manera, el caos de la mente. Ya que no podemos ordenar la casa civil nos engañamos tratando de ordenar el espacio propio. Lo dice un hombre de izquierda, como yo, y si alguien no sabe qué es eso, pues se lo explico. Y si prefiero ordenar mis libros de Sloterdijk, en lugar de mi agenda social, también se lo explico.

En El hombre rebelde, Albert Camus dice que quien ha comprendido la realidad no se rebela contra ella, sino que se deleita y se vuelve un conformista. Y afirma también que la más mínima rebelión, expresa la aspiración a un orden. Nos rebelamos en busca de un nuevo orden o estrategia que evite el desastre del presente: esa es la única aspiración genuina de aquellos que no renuncian a crear una sociedad menos injusta y desastrosa. Pero la masa de alucinados que habita la época de las comunicaciones no está dispuesta a ejercer la conciencia (no sabe qué es eso) y transformarse en una entidad social. He allí el desastre. Yo me pregunto si habré comprendido la realidad, de tal manera que me haya convertido en un conformista, en un hombre que sólo aspira a mantener en orden los escasos muebles de su casa con tal de evitar caer en la locura. Intento encontrar una respuesta honrada, pero ahora no puedo concentrarme, pues alguien ha cambiado la lámpara otra vez de su jodido lugar; la ropa sucia ya no está dentro del bote verde, un amigo ha perdido una pierna, o su próstata se ha tirado al piso; y no se ha rendido como
el antiguo y cabrón Ford Galaxie de mi padre, sino como una mula atiborrada de carga y azotes.

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