Hace cierto tiempo un escritor y crítico me enfrentó escandalizado porque al leerme en una columna encontró que había escrito mal el nombre de Jean-François Lyotard. “Después de esa gigantesca errata, te lo confieso ya no tuve deseos de continuar la lectura”, observó, pedante. Le pregunté cuáles libros había leído del pensador francés y su confesión me conmovió: ¡Ninguno, a excepción de algún artículo sobre él! Yo, en cambio, había leído y conocía más de una decena de libros del filósofo, y no obstante era reprendido por no escribir bien su nombre. “Mil veces carajo”, dije hacia mis adentros. Sin embargo, no inicié ninguna discusión ya que lo suyo era una moral, y lo mío pura distracción: es extraño que escriba perfectamente los nombres de los escritores que cito: no me parece importante y como el perro idealista que soy pongo más atención en el contenido que en el bautizo. Esta misma persona, la que me regañó, también escribe una columna en una revista virtual y la curiosidad me llevó a leerlo. Me sorprendió que atacara a “los intelectuales”, como los llamaba él, porque no comprendían las buenas intenciones de algún héroe político suyo. Fue evidente preguntarme por qué tantas personas detestan la palabra intelectual cuando para mí sería un orgullo ser nombrado a partir de una palabra que denota mi actividad mental y mi inteligencia. Además de que intelectuales hay de toda clase: periodistas, comentaristas deportivos, analistas, y hasta panaderos que se preocupan por mantener despiertas sus ideas. De inmediato di por extraviada esa amistad, pues la brutalidad acompañada del juicio lapidario posee un límite soportable. Mas como poseo cierto ánimo anarquista no le guardé ningún rencor ni nada parecido: sólo seguí de largo.
El ánimo anarquista que imprime vitalidad en la acción cotidiana de algunas personas me parece deseable, pienso en el temperamental Bakunin, o en otros (no reconocidos como anarquistas): Bataille, Artaud o el Brecht más impertinente. Los “intelectuales” citados intentaron mermar el autoritarismo cruel del poder que tantas veces se encarna en un gobierno irrebatible, casi religioso. Yo no conozco a Dios, pero sí a algunas diosas a quienes les estaré eternamente agradecido, sólo por su presencia. Tal es uno de los papeles del arte y de los intelectuales de cualquier ralea: mostrarnos su fragilidad (a través de la duda y de cierta necesaria humildad humana) aun sea en los asuntos que más creen dominar, o saber, o que los transforman en expertos. Me atrevo a decir lo siguiente: incluso los intelectuales “locos” pueden llegar a sernos útiles y mostrarnos otras aristas del mundo: los que piensan distinto a nosotros e incluso nos parecen repugnantes, son capaces de abrir nuestra perspectiva de las cosas que creíamos inmutables. Veamos, por ejemplo, el caso de Juan Jacobo Rousseau.
Isaiah Berlin detestaba las ideas de Rousseau como lo hizo patente en Las ideas políticas en la era romántica: “Rousseau pertenece a un tipo especial de fanáticos inspirados que han impuesto a su naturaleza desordenada, imaginativa y violentamente impresionable la camisa de fuerza de un aparato lógico, a partir del cual pretenden formular argumentos que son engañosamente claros, sistemáticos y racionales; es un loco con un sistema que prendió fuego a muchos intelectos más calmados y sobrios, y revistió sus sentimientos más violentos e incendiarios con argumentos deductivos lúcidos, derivando sus conclusiones más sorprendentes y visionarias a través de métodos racionales (en apariencia) y de verdades aceptadas por todos.” Rousseau, que tenía mucho de artista, desde mi perspectiva, puso en el mundo más orden que desorden, y si llegó a escribir un contrato social fue gracias a su fanatismo y conocimiento de la vida. Comprendía que un pacto entre diferentes era la única manera de respirar tranquilo en un mundo sometido a la autoridad de los a priori morales universales y de las teorías omnipresentes y abarcadoras de todas las diferencias (ni modo: los chamulas y los habitantes de la Colonia Buenos Aires, en CDMX, deben llegar a alguna clase de acuerdo a partir de sus diferencias y coincidencias: el respeto a la cultura de las comunidades tiene un límite).
Hay quien dirá que se trata sólo de teorías, pero sostengo que una teoría que no provenga de lo sexual sí que es una perversión insoportable. Toda teoría es una vitrina de la presencia o de la ausencia de sexo. Por eso no hay que despreciarlas de antemano. ¿Un loco?