Quien confía en las promesas, de cualquier clase, tiene algo de cándido y también de generoso. La confianza, necesaria si se vive entre seres depredadores, no es siempre correspondida, aunque debe ser cultivada con el propósito de vivir tranquilamente, por lo menos algunos momentos. Yo, por ejemplo, desconfío de cualquier cosa que respire, sobre todo cuando la cosa que respira se atreva a hacerme algún tipo de promesa. Y, no obstante, tengo la obligación de confiar, ya que de lo contrario mi vida, ya en retirada, se vería todavía más afectada. Las promesas son de mal agüero, un terrible presagio que oscurece nuestro estar en el mundo. Y, sin embargo, ¿quién no se ha aferrado a una promesa como el moribundo a un tanque de oxígeno? Mi padre lo hizo durante más de diez años, y su pobreza se acrecentó debido a un dinero que tendría que recibir por parte de unos financieros de Nueva York quienes inyectarían capital a la empresa de su jefe, Carlos Alemán, donde mi pobre progenitor trabajó durante dos décadas. El préstamo, el tanque de oxígeno monetario, jamás llegó y mi padre envejeció, se volvió alcohólico y murió en su cama a causa de un derrame cerebral. No es una historia triste, la que les he bosquejado ahora, sino una de las características de la especie humana: incumplir toda clase de promesas.

No tendría que recordarles o refrendar que la clase política ha llevado a las personas más prudentes a cultivar la desconfianza. Prometen acciones que no son capaces de llevar a cabo, sea porque no pueden hacerlo o porque es una manera de obtener votos, confianza o complicidad de la indigente ciudadanía. Prometerían tallarnos la espalda con una esponja sólo para que les entreguemos nuestro voto o confianza, y una vez repletos sus bolsillos de nuestras esperanzas, proceden a abandonarnos y a mantenernos en las mismas o peores condiciones que antes de la exclamación de sus promesas. Es una canallada; un acto criminal que, como es ya una costumbre, encuentra en quienes prometen, argumentos o justificaciones de cualquier clase. Esta clase de maniobras que bien podríamos denominar la telenovela de la promesa incumplida continuará por el resto de nuestros días, pese a que, de vez en cuando y ante nuestra sorpresa, el político llegue a cumplir algunos de sus ofrecimientos. Las excepciones llegan a ser el sustento de una conducta impropia y promueven el descaro civil del prometedor y la decepción de los cándidos esperanzados. El político tiene por obligación, incumplir su promesa; de lo contrario algo andaría muy mal en la mecánica de la vida civil.

Los peores, o al menos los más numerosos, de entre los incumplidores de promesas, son los borrachos. ¿Quién no ha prometido algo que jamás cumplirá durante una borrachera? Son una legión de timadores, los ebrios. En cuanto se toman unas copas se tornan vilmente generosos y ponen el mundo a tus pies. A mí me han llegado a nombrar subsecretario de alguna institución durante una juerga; me han ofrecido embajadas; dinero a manos llenas; algunas mujeres me han jurado amor eterno apenas el licor corre por sus venas; tengo amistades que no dudan en invitarme a viajar por todos los continentes y algunos, incluso, me han hecho socio de sus empresas y de sus múltiples negocios. Una vez que la calidez del vino se pierde y llega la cruda, me quedo con las manos vacías, esbozando una fingida mueca de desilusión mientras ellos, como el perro que se tragó el jabón, evitan verme algunas semanas o meses mientras se disipa la densidad de sus promesas. Sí, los borrachos dilapidadores de promesas son los peores, aunque los perdono puesto que por algún momento desearon en realidad hacerme cómplice de sus dádivas, riquezas, sueños. Están más que perdonados. Comparados con la migraña política ellos representan un alentador respiro; un estimulante gesto amistoso, la posibilidad de que los sueños se impongan, por algunos momentos, sobre la realidad.

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