Cuando era niño quería ser policía, uno que sirviera a la ley, que fuera tan fuerte como un cerro, o como un hombre de piedra al que le rebotaran las balas, y los cuchillos no lograran entrar como no lo hacían en los filetes que cocinaba mi abuela y que un bate se astillara apenas me tocara una vértebra, un hueso, una porción del cráneo, y luego de atrapar al criminal los llevaría a donde merecen y se les castigaría por maltratar y vejar, y trastornar y lastimar y asaltar o matar a gente buena como mis amigos o mis padres, o la señora Cárdenas que vivía en la casa de junto y que estaba tan sola que nadie quería hacerse su amiga. Algo así pensaba firmemente cuando niño, pero los niños no piensan con firmeza, porque son blandos como los panes que vendían en la panadería de San Simón en La Portales. Blandos como los ideales y los buenos sentimientos y la franqueza que no veo hoy por ningún lado. Y hoy que soy un hombre con años de más, una cosa viva que pronto dejará de pestañear sé que lo único que existe en realidad son los juegos de niño y los policías transas, corruptos, y traidores a la que debería ser su causa. Ellos, por definición y en todos los órdenes: cuidadores del bien común, son los enemigos reales, las partículas podridas de cualquier sociedad; contra ellos sólo el odio y el rencor ingenuo, pero justo. Y si soy tan extremo es porque sé que nada cambiará. Se requiere —Jonathan Swift, el ironista, estaría conmigo— que el gobierno destine una cantidad a los ciudadanos honrados para las mordidas y los asaltos diarios de la gran policía, ministerios, agentes, guardias, etc...
La televisión en su tontería intrínseca es siempre un alivio. Me aboco a ella. ¿A quién que no sea un niño puede interesarle la honradez de la policía? Me sirvo un brandy bien añejado y sigo con atención desmedida una serie muy difundida y versada sobre ciencia. Observo y escucho a un científico hacer patente su deseo de que los seres humanos habiten otros planetas o lunas y se transporten a millones de años luz de distancia cuando, a unos escasos kilómetros o metros, probablemente, emerge la suciedad, el deterioro intelectual, el crimen, la policía corrupta y los humanos que allí habitan se encuentran hacinados, aunque virtualmente comunicados. ¿No sería, me arriesgo a preguntar, menos cruel considerarnos más bien desterrados o exiliados para siempre del mundo estelar mientras no solucionemos algunos asuntos terrestres? ¿O estos seres denigrados, endeudados, empobrecidos son las víctimas, los inferiores, el lastre del conocimiento y del futuro? ¿La plataforma desde la que se impulsarán los elegidos? “¡Ellos, los inferiores, no nos impedirán poblar las estrellas!” Exclamará un amante de la ciencia ficción o un astrónomo concentrado en sus teorías y anclado como un cactus en su observatorio. Sería más honrado, sugiero, afirmar que sólo algunos humanos progresan, ya que el resto ha sido desactivado a raíz de una educación y economía precarias y un exceso de comunicación vacua. Un hecho así supone una caída también de la inteligencia, del arte y de la imaginación misma. Paul Feyerabend exclamaba, en ¿Por qué no Platón?, que los expertos buscaban llegar muy alto en el conocimiento a costa del desarrollo equilibrado y que, en cambio, los diletantes, al inclinarse por la imaginación y el juego conseguían que la ciencia diera algunos pasos hacia adelante. ¿Habitar otros planetas? Carajo; ante un sueño así, quejarse por el crimen, la pobreza o querer ser un buen policía resulta de una inocencia bárbara o primitiva. Me disculpo. Esperemos pues, como individuos privilegiados que afirman representar a una especie, obtener algún día un modesto asiento en alguna nave espacial, habitar otro planeta y comenzar de nuevo. Mientras tanto suframos el azote de la policía corrupta y delincuente, individuos aún más crueles y malvados que el criminal común; en la edad media merecerían el escarnio público, el diente por diente, los trabajos forzados o el exilio. Hay importantes excepciones, no lo olvidemos, pero un número escandaloso de representantes de la justicia continúa trabajando desde su ergástula moral para llevar comida y techo a sus ¿inocentes? familias.