Me preguntó, mi amiga, melena desmenuzada: “Qué prefieres, tener Covid o ser pobre? ”No sé qué oscuras intenciones guardaban sus palabras, pero me salí por la tangente y cambié de tema ya que en realidad se trataba de una pregunta inútil. La riqueza me es ajena y además ofensiva, y la enfermedad hegemónica que acosa a las sociedades actuales es un accidente físico, sicológico y en el cual te ves involucrado o no. Hace menos de una década el economista Thomas Piketty, luego de un minucioso estudio histórico y económico concluía que el pasado devora al porvenir y que la única manera de equilibrar la desigualdad económica es tasar el capital oneroso, las fortunas desmesuradas y mantener una recaudación fiscal capaz de hacer un justo contrapeso ante el hecho de que la pobreza es una herencia nociva. Me sorprendió, cuando leí este libro (El capital en el siglo XXI), que su autor, Thomas Piketty, despreciara a la economía como ciencia y que incluso la concibiera como una rama de la sociología. Estoy de acuerdo parcialmente, pero en mi humilde y lodosa opinión la economía es el valor que le das al sufrimiento. Y basta.

“Me mato para no matar a nadie”, escribió el joven filósofo Otto Weininger antes de suicidarse a los 23 años. En cambio, Rousseau, con tal de no llegar a esos extremos, escribió El contrato social cuya lectura he comprendido yo del siguiente modo: “Pónganse de acuerdo ustedes para poder vivir yo en paz. Maten a la bestia que domina sus actos la mayor parte del tiempo, conversen, den vida a un pacto social, respétenlo y esfúmense para que así pueda yo continuar con mi vida tranquilamente. Aprendan a que sus diferencias los empujen hacia un progreso compartido, atenúen su necesidad por la ganancia y la glotonería económica, cultiven su mínima inclinación intelectual, échenle una mirada a la historia, etc. Y entonces estaré más tranquilo a la hora de pisar las calles y convivir con desconocidos.” Miente quien afirma que no desea imponer sus juicios, pero en mi caso tengo la absoluta obligación de mentir y afirmar que mi opinión no vale casi nada y que se trata sólo de una voz más entre tantas otras. La soledad abruma a la sensibilidad y a la cordura en cualquier pacto social.

La geografía ética del siglo veintiuno, bajo su difundido aspecto de lisura, docilidad y belleza tecnológica no otorga demasiadas esperanzas a los interesados en alguna clase de progreso social. Los líderes de cualquier clase son un anacronismo y una carga. ¿No es la literatura, por cierto, un parlamento? Me aterra la existencia de escuelas privadas que se ufanan de estar creando líderes para el futuro, puesto que descubro en sus concepciones de liderazgo las mismas ambiciones personales y empresariales de siempre. Detesto el autoritarismo que transforma a los seres racionales y simbólicos en materia de ideologías baratas orientadas a la conversión alquímica del saber en usura. Las universidades públicas, por su parte, tienen el deber de crear conocimiento al más alto nivel, pero también conciencia del entorno que les da vida, encarnar en centros de pensamiento y no ser manipuladas u orientadas por ningún gobierno ni poder político universitario excesivo, pero tampoco desligarse de sus tareas de pensar su entorno social. Saber elegir entre los matices de lo peor es, como pensaba E. M. Cioran, un acto de supervivencia. Recuerdo a una sobrina mía que desde los linderos del Estado de México se trasladaba a la UNAM, sorteando los asiduos asaltos al transporte público, levantándose a las cuatro de la mañana para prepararse y llegar al campus y tener la oportunidad de graduarse y torcer un poco el destino que le imponía la ausencia de recursos económicos. Tal como me sucedió a mí hace ya varias décadas, se abrieron para ella las puertas de una casa púbica donde cultivar el conocimiento y la reflexión social. Mientras tanto, los gobiernos en turno continuaban desgarrando esa otra casa que algunos melancólicos todavía disfrutan o suelen llaman país. Ningún gobierno puede dictar normas en la universidad.

Querida amiga, melena desmenuzada, prefiero, en cualquier condición, sufrir el virus hegemónico, a la pobreza. Del primero probablemente te salvarás. De la segunda no, evidentemente.

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