En este momento suceden en mi mente sólo pensamientos incorrectos. ¿Qué puedo hacer, sino soportar ese fluido imaginativo y perverso que a veces me acosa y de quien nadie tiene noticia? ¿O acaso es posible que algunas personas sólo sean poseídas por halos bondadosos y su cerebro se halle colmado de ideas beatíficas? Es posible, aunque la santidad me es ajena, además de que considero que a los seres virtuosos los sostiene la constatarte pugna y relación entre sus vicios y sus debilidades. Recuerdo que Baudrillard llegó a expresar que no existe persona, por más inteligente que sea, que a lo largo de una conversación extensa no diga una estupidez. Y lo contrario es también común. Para mi fortuna los hambrientos ejércitos de la “corrección política” no recorren mis estepas neuronales en busca de linchamientos que se llevan a cabo en nombre del bien; de manera que continuaré siendo acosado por pensamientos perversos.
En su célebre diccionario, Jean Corominas relaciona las palabras pervertir y trastornar, y siguiendo el mismo sendero, el cual se origina en la palabra verter (dar vueltas), relaciona también el vocablo travieso con atrevido y maligno. En pocas palabras el pervertido es un torcido, alguien que se desarrolla incorrectamente. “Tienes la mente retorcida”, me atacaba mi madre, mas la ignoraba. Yo simplemente intentaba darle mayores vueltas al asunto; hecho que, según deduzco, se consideraba incorrecto, tanto por mi madre y mi familia como por mis maestros. Y, sin embargo, esa incorrección no le hizo mayor daño a nadie y me ha provisto de cierta libertad para imaginar o crear escenarios posibles. O simplemente con el propósito de jugar, de abrirle camino al ser lúdico y simbólico que atañe a todos los seres humanos. Por supuesto no falta quien arda en deseos de conducirte a un corral, de enderezarte y quitarte lo torcido. Estos santos tribunales llegan a hacer el bien social en algunas ocasiones, sobre todo tratando de señalar acciones que los puedan dañar. No obstante, la mayoría sólo cumplen con sus intuiciones morales y su exhibicionismo de inquisición. Son las acciones criminales e impunes que deterioran y causan daños a la vida pública las que deben ser observadas y castigadas.
Si Walter Benjamin escribió acerca de Baudelaire aludiendo a él como a un héroe de la modernidad, otros lo despreciaron considerándolo un escritor maldito; alguien que solía reposar al lado de la muerte. Nos legó un poema estimulante y bello, según coincidimos tantos: hizo el bien desde su perversión. ¿Es posible imaginar en estos días a alguien que desee suprimir Las flores del mal, debido a su vocación incorrecta y a su deleite en algunas líneas oprobiosas? Y en caso de que existiera un espécimen de esta naturaleza ¿cómo tendría que ser considerado? ¿Un criminal? No, de ningún modo; acaso sólo es un despistado que se haya seguro de involucrarse en una aventura bondadosa. Es otro siglo el que se vive, un siglo de recién nacidos y cuya mayor enfermedad es la desmemoria. A cada minuto suceden actos en verdad dañinos para el cuerpo social en el mundo y ni siquiera causan terror o sonrojo —la elección de Donald Trump, por ejemplo, se halla teñida de un simbolismo macabro, más que de una coerción real—. Quienes tenemos malos pensamientos y no los llevamos a cabo, ni los convertimos en acción con tal de no causar mal a los otros, debemos ser reconocidos como héroes, a la manera que lo fue Baudelaire en el siglo diecinueve. Ahora bien, creo, como lo afirmaba Jean-François Lyotard que los pensamientos o ideas son más parecidos a las nubes que a las cosas o a las acciones: vagan por allí, cambian de forma, dan vuelta, se retuercen. Es a raíz de ello que los comandos o ejércitos de la corrección política (estimulados por las grandes corporaciones económicas; la ataraxia histórica; el exceso de entusiasmo; las redes sociales, más propias para los atunes que para el cuestionamiento humano), tendrían que establecer cuidadosamente cuáles son los límites de su acción; ¿cómo?, pues según la buena conversación (no el enfrentamiento de monólogos), el entendimiento mutuo y la edificación de límites éticos prudentes. Me detengo: en este momento pasa por mi mente un pensamiento verdaderamente incorrecto.