En el transcurrir de la vida se acumulan sentencias o aforismos que uno va soltando al aire, como si en verdad representaran su pensamiento o experiencia transformada en una moral. La mayoría de estas sentencias, si se examinan a fondo, rara vez aprueban un escrutinio exigente: son bravatas. En mi caso, sucede algo similar, pero me arriesgaré a repetir que “compararse con otros es el principio de la infelicidad”. Compararse con otras personas, cualesquiera que estas sean: ricas, hermosas, malditas, jóvenes, famosas, brillantes, eruditas, etc… no trae más que problemas irresolubles e ingratos. Tarde o temprano las personas, al compararse o medirse entre sí, se encontrarán ante alguien que las hará sentir fracasadas, jodidas, humilladas, perdedoras, cobardes o taradas. La publicidad es un magnífico ejemplo de ello: frente a los escenarios de belleza y bienestar que exhiben en sus comerciales no sólo crean modelos o referencias morales y económicas canónicas, sino que, cuando la mayoría de su público enfrenta a tan glamorosos paraísos, entonces el hecho da lugar a una atmósfera de depresión, a un ejército de perdedores conscientes de su derrota o a una masa de oprimidos sicológicamente que hacen más triste el horizonte público. Esta vez no tocaré el tema de las enormes diferencias sociales que agobian a comunidades como la nuestra, sino que sólo me concentraré en la subjetiva manía que uno tiene de compararse con los vecinos —sin importar a qué clase social, sexual, étnica, etc… se pertenezca— y entonces medir así el “éxito” o la calidad de su vida.
Esto me lleva a recordar la anécdota que me relató Huberto Batis respecto a Fernando Benítez y a Rubén Salazar Mallén. Ambos escritores, aunque el primero, además de un buen periodista, era adinerado, poderoso y amigo de presidentes y políticos importantes, mientras que el segundo era aguerrido, extremista, insobornable, marginal (pese a haber militado con el comunismo, realizar su crítica y desembocar en una postura anarquista) y reacio a la proximidad con el poder. Cuando Salazar Mallén llegaba a las oficinas de sábado, en el periódico unomásuno, luego de un largo viaje en microbús, para visitar o saludar a Benítez, fundador del suplemento nombrado, éste corría a esconderse al baño y le daba indicaciones a Batis para que recibiera a la visita y le comunicara su ausencia. Una vez que Salazar Mallén se marchaba montado, además, en su hemiplejia, y Benítez volvía a acomodarse en su oficina, Batis le preguntaba a Benítez las razones de tal reacción. El autor de La ruta de Hernán Cortés y de Los indios de México, entre muchas otras obras, respondía que cuando se hallaba frente al autor de Cariátide, le causaba vergüenza su riqueza y poder acumulados, ya que la honradez, marginalidad y anonimato de aquel escritor veracruzano, siete años mayor que él, lo atormentaba moralmente. Así me lo relató Batis, y ninguna de las tres personalidades nombradas en esta anécdota viven para ratificar, aun sea parcialmente, este relato. Yo no lo pondría en duda.
José Luis Ontiveros escribió (en Rubén Salazar Mallén, subversión en el subsuelo; Universidad veracruzana; 1988) que la zona de privilegio habitada por el autor de Páramo; La sangre vacía, y Soledad había sido “la defensa a ultranza del espacio de libertad necesario para la creación”. Estoy más que de acuerdo. La leyenda de Salazar Mallén ha crecido y sus avatares políticos y literarios transitan el curso de una personalidad extraordinaria, trágica y absolutamente artística. Mas lo que me interesa sugerir aquí, y por ello me he valido de la anécdota pasada, es que en un sentido práctico y de seguir la sentencia con que inicio esta columna, uno evitaría dramas morales innecesarios al renunciar a compararse con los demás y considerarse una mancha única, efímera e irrepetible. Uno es lo que es, y así será, “camaradas”. A mí los multimillonarios y poderosos llegan a causarme repugnancia, pero no me comparo con ellos, quiero decir que no desearía estar en su lugar. Si pudiera les robaría su dinero y lo despilfarraría, pero hasta allí. ¿Ven a lo que me refiero, “camaradas”?