Nombraré cinco residencias señoriales, construidas durante el periodo de la Colonia, y aunque conozco la mayoría de las que se levantan en el Centro de la Ciudad de México, creo que si se hallan interesados en la arquitectura no se defraudarán si las visitan o siquiera las miran.
Esta insólita descripción se debe a la última visita que hice al centro de la ciudad y que me llevó a recordar mi pasado de inquilino del ombligo urbano: Casa del Conde de Miravalle (Isabel la Católica, 30), la más modesta de las nombradas aquí, pero además de su amplitud, sus muros de tezontle, vanos de cantera, etc... contiene, espero lo hayan recuperado, uno de los murales más bellos obra de Manuel Rodríguez Lozano, el pintor a contracorriente del Muralismo. Creo que ahora la casona es un hotel y espero que el mural continúe allí: yo lo descubrí hace 25 años. Mi casa favorita es por todos ubicable, y es la Casa de los Condes de San Mateo de Valparaíso, que hoy es un banco, obra del prestigioso arquitecto Francisco Guerrero y Torres. Se encuentra entre Isabel la Católica y Venustiano Carranza; su aire señorial, su fachada y la antigua escalera helicoidal del interior hacen que valga la visita al palacio. Vayan sin dinero ya que los bancos asaltan. El tercer edificio posee la más bella fachada que pueda yo reconocer y se encuentra en la esquina de Chile y Donceles: Casa del Conde de Heras y Soto. Otra casa y que atrae mucho es la que se ubica en Venustiano Carranza 73 (la Casa del Conde de San Bartolomé de Xala y que posee la más amplia y bella escalera que conozco; obra del otro célebre arquitecto, Lorenzo Rodríguez. No he podido entrar más allá de la escalera porque los locatarios o dueños me corren todas las veces. Espero que eso haya cambiado. Al menos, la fachada continúa deslumbrando a los mirones. Finalmente menciono la Casa del Mayorazgo de Guerrero, en la calle de Correo Mayor, dos casas gemelas cuyo creador ha sido identificado también como Guerrero y Torres. Como añadidura no tendría que mencionar la Catedral Metropolitana (la primera fue derribada en 1626 y la traza del nuevo templo se debió a Germán Arciniegas, y su paciente construcción y decoración a varios arquitectos entre los que se contó a Manuel Tolsá). Allí mismo se encuentra a la vista de todos, el Sagrario Metropolitano, obra de Lorenzo Rodríguez a mediados del siglo XVIII y una de las más hermosas piezas del barroco colonial. He entrado un par de veces, pero no voy a la iglesia porque se me aparece el diablo.
Durante aquella visita que hice al Centro me encontré con una amiga, Andrea, arquitecta, a quien siempre le parecí despreciable. Charlamos unos momentos y aprovechó sus conocimientos para describirme la Catedral que justo teníamos enfrente. Como Andrea se había dado cuenta de que yo tenía prisa por partir más tardaba en hilar sus descripciones. Me retó a señalar cualquier ornamento o pieza de la Catedral y cuando mi dedo se orientaba en dirección a algún espacio de la iglesia ella decía vano, macizo, imafronte, óculo, balaustrada, contrafuerte, linterna, imposta, remate, crucero y no erraba nada la muy maldita, o lo inventaba y en verdad yo comenzaba a divertirme; después ella echó la anécdota a perder porque, pese a tratar de humillarme, me pidió que no me preocupara, que casi nadie sabe nombrar las cosas que lo rodean; me despedí y seguí hacia la Academia de San Carlos, pensando que el lenguaje es la extensión o tamaño de nuestro mundo. Recordé mis cinco años viviendo en la Calle de San Jerónimo 29 y también las colosales bacanales que llegamos a organizar allí; algunos grupos hoy famosos tocaron en nuestro departamento —cuyos techos tenían cuatro metros de altura— cuando apenas comenzaban y nosotros, Yolanda y yo teníamos muebles más que los necesarios. La cama se hallaba en medio de la fiesta y lo único que manteníamos a resguardo eran los libros porque a veces se los llevaban sin avisar, aunque siempre encontraban una manera de devolvérmelos. No sé cómo pudimos soportar aquellas trifulcas lúdicas. Alguna vez dos travestis fueron los últimos en marcharse de la fiesta, hacia las siete de la mañana, así que les preparé un buen café cubano en mi cafetera italiana; concluyeron su bebida y luego de agradecernos la hospitalidad se marcharon y jamás los volvimos a ver. Creo, sin lugar a duda, que fueron los invitados más elegantes que visitaron mi casa.