Siempre he concebido la política como una ética o un horizonte moral colectivo en el que las y los depredadores deben encontrar un límite a su agresión continua en contra de las personas más débiles. Así fue desde aquellos tiempos universitarios. Me atormentaba el entusiasmo propio de la juventud. En 1987, cuando deambulaba en la carrera de ingeniería, simpaticé con un movimiento estudiantil que nació en la UNAM —CEU— e incluso fui uno de los líderes o activistas más reconocibles de esa Facultad. Debí asistir al menos a unas cien asambleas en las cuales hice uso del micrófono para expresar mis ideas en distintas Facultades. No me incomoda haber sido honesto, aunque quizás ingenuo en mis pretensiones.
Hablar en público es sencillo si uno expresa lo que piensa o cree que es bueno para la institución puesta en duda o la vida en sociedad. Las contradicciones retóricas son necesarias ya que uno no representa a una máquina ideológica infalible o dogmática. Yo no estaba respaldado por nadie (partido o asociación política) e intenté pensar por mí mismo acerca de las ideas sobre el bien social: siempre compartí mis conclusiones con los demás pese a que no fueran estas demasiado aceptadas e incluso parecieran utopías irresponsables. Recuerdo que en la Facultad de Economía compartí una asamblea con Claudia Sheinbaum quien sí se dedicó a los asuntos civiles desde entonces. Ella me simpatizaba y mi memoria me trae hasta el presente a una joven espigada, prudente y belicosa al mismo tiempo y sobre todo inteligente a la hora de calcular los vaivenes de la asamblea. Jamás la vi manipular un debate y siempre la encontré firme en sus convicciones. Sin embargo, lo que narro sucedió hace mucho tiempo, de modo que quizás estoy siendo demasiado abstracto o mi memoria pinta sus propios retratos: no lo creo ya que fueron etapas intensas en mi vida de estudiante, modesto en todos los sentidos.
Cuando el movimiento estudiantil llegó a su término, la mayoría de los líderes importantes se adentraron a la política profesional, mas yo y mis cómplices ingenieros, decepcionados de los resultados de las conclusiones a largo plazo del movimiento —no de las inmediatas que sí tuvieron efecto— publicamos una revista de inspiración anarquista. Es una grave equivocación confundir las posturas anarquistas con la destrucción del pensamiento, del ejercicio del pensar o con el estar en contra nada más llevados por el deseo de imponer nuestra rebelión o subjetividad a toda idea de construcción de una ética de la supervivencia o del progreso. Simplemente pensamos en aquel entonces que la política mecánica o tradicional no permitiría que nuestras ideas tuvieran alguna clase de expresión positiva: en México la política significaba más un muro que un impulso ético y humano. Si mal no recuerdo el más suspicaz de los anarquistas, Pierre-Joseph Proudhon fue miembro del parlamento francés y encontró en el Estado autoritario a un enemigo que debía ser combatido o puesto en duda.
Recuerdo que en aquel entonces —1987— predominaban dos ideas que le otorgaban al movimiento estudiantil un respeto no sólo histórico, sino también ético y progresista: la primera era sencillamente el respeto a las instituciones autónomas que se oponían al poder autoritario, impuesto y jerárquico que hacía caso omiso de la opinión pública o de los afectados cercanos. La segunda es seguramente una razón o noción ideológica más importante: deseábamos que la universidad fuera un medio de evolución intelectual para quienes no tenían oportunidades financieras de hacerse de una buena educación o de participar de una conversación más compleja.
En pocas palabras: libertad regulada y bienestar social, no autoritarismo institucional ni dogmatismo de Estado. El tiempo, que es vida evanescente, nos ha llevado a todos aquellos jóvenes belicosos a posiciones muy diferentes en esta sociedad. Sin embargo, no puede uno cambiar tanto a lo largo de una vida: algo de aquellos ideales tuvo que haber sobrevivido en contra de la política profesional o de la vanidad personal. Este país es muy complejo como para que lo gobierne, al menos simbólicamente, alguien que no tome en cuenta la conversación pública o crea que conoce a fondo sus estigmas, problemas culturales y corrupciones arraigadas. El futuro debe ser una pregunta bien planteada. Y para ello hay que estar atento a la realidad agobiante más que a la grilla interesada. De lo contrario será lo mismo de siempre: la continuidad de la pantomima.