Tenemos un gran problema; mayor que la pobreza: nunca seremos Montaigne. Procuro pensar en ello cada vez que me encuentro sumido en problemas económicos. Me digo, no tiene ninguna importancia ser un miserable si no soy Rousseau, Bergson, Gadamer. Al contrario, la pobreza es más que merecida y le va bien a una persona cualquiera como yo. ¿A qué viene uno a la vida? Me pregunto a sabiendas de que es una pregunta idiota, pues nada, ahora sé que uno nace para construir una sola pregunta que valga la pena a lo largo del tiempo: no somos respuestas, sino métodos, gimnasias, procesos. Dar lugar a una pregunta que valga la pena es un ejercicio que puede llevarse toda la vida, varios libros, lecturas, infinidad de perturbaciones y sufrimientos. Las novelas son mis preguntas, mi memoria, mis signos de interrogación, pese a que la novela sólo es, al fin y al cabo, el espejo deforme de uno mismo. Y allí viviremos: en una eterna deformidad. La memoria posee una función primordial y no es saber lo que sucedió en el pasado, sino construirnos un pasado a través de traumas, recuerdos difusos, anécdotas y, sobre todo, mitos. Crear mitos sólidos acerca de nuestro pasado es una empresa colosal, pero si lo logramos es posible que por fin poseamos una personalidad y renunciemos a una vida de marionetas, agachados, humildes tejocotes. Me gusta pensar, en relación a la memoria, que somos sólo un recuerdo del futuro. ¡Qué horror! ¡Qué manera de torturarme! La memoria es también un orden fabricado que se construye con tal de sobrevivir, de convivir con los vecinos y las comunidades que nos rodean. Las hormigas saben qué cosa es el caos. Los seres humanos no, sólo lo sobrevivimos. Y, sin embargo, se me ha metido en la cabeza que quebrantar ese orden es una de las gimnasias políticas y filosóficas más estimulantes que puede acometer un ser humano. Desobedecer a la autoridad nos llena los pulmones de un oxígeno espiritual nunca experimentado, y cuando menciono la acción de desobedecer, en realidad me refiero a la disposición de decir no a los patanes que quieren gobernarnos cuando ellos mismos no son Montaigne o Condorcet o Santos Degollado, ni seres apreciables que ayuden al cuidado de su comunidad. ¿Cómo vamos a obedecer a alguien que no sea Montaigne? Nada, excepto ponernos de acuerdo con el no Montaigne para identificarlo como un siervo público, un administrador, uno que carga nuestras cubetas. Esos son los políticos mediocres, no los estadistas. No hay más; sería injusto tratar a esos “carga cubetas” como si fueran alguien más a no ser que lo sean o demuestren estar a la altura de las circunstancias.

Persuadir a las personas para que se mantengan siempre dispuestas a desobedecer o a mantener una actitud de desprecio a toda divina autoridad hace bien a la vida en general; según mi experiencia, claro, siempre parcial: ¿hay otro tipo de experiencia? Pero desobedecer solamente cuando la obediencia que impone la autoridad irreflexiva en contra de la libertad que uno ha ganado, tanto en la imaginación como en las acciones que dan lugar a lo que llamamos vida cotidiana, sufrimiento diario, disertación individual o colectiva: sean estas acciones detalles como no hacer ruido, lavar el baño, no ensuciar las aceras, ponerse de acuerdo con personas detestables, etc… Por lo demás no existe ser humano a quien yo obedecería sin mantener al menos una pizca de duda o desconfianza respecto a sus órdenes.

La maldición y los rezos son la misma cosa o abrevan de la misma naturaleza. Y aun así, si fuera religioso yo cambiaría de deidad cada semana o cada tercer día, pues el paganismo se encuentra afincado en lo que soy siendo. No deseo que exista un dios, sino varios cientos de ellos para entonces restar poder a los monoteístas judeocristianos, payasos metafísicos, etcétera. Si Hitler hubiera sido considerado o tomado como una broma millones de muertes humanas se habrían evitado, pero los alemanes, además de ser campesinos idealistas, deseaban un dios y un guía: pobre gente. Ellos también fueron culpables de tanta ignominia. La mugre también brilla y causa estupor y deslumbra. No cuenten conmigo para repetir esa clase de aventuras bestiales: detrás de toda certeza o argumento irrebatible existe sólo una fe animal: esto me lo enseñó David Hume. Cada quién tiene sus influencias. ¿Pero quién soy yo o quién me atrevo a ser para sugerir la desobediencia como estrategia? ¿Un pagano tercermundista? Es menos lastimero andarse con cuidado, que predicando como si fuera yo la sombra azteca de Baudelaire. Personalmente, lo más placentero que me ha sucedido en la vida ha sido en posición horizontal. Cada vez que un humano se pone de pie es para jodernos la vida; además mi fatalismo, siempre alerta, me dice que apenas comienzas, traes contigo tu final.