Algo terrible ha sucedido, algo verdaderamente rocambolesco e infame. Un suceso que deja muy atrás las cataratas del Niágara, o la guerra emprendida por el tirano ruso que habita todavía en un búnker de la Guerra Fría. Ha sucedido algo fantasmagórico, patético, “rebuznante”, que se esperaba venir desde hacía tiempos inmemoriales: me cansé de vivir; así es, agotador, sitiado y vaciado de mí mismo, sin encarnar a Julio Iglesias o a Kurt Cobain, sino sólo a un perro que al abandonar los ideales deja de ser un émulo de Diógenes, sino que es solamente un buen perro carente de utopías y que ladra una vez al día para solicitar sopa y un hueso. ¿Y acaso es esto una noticia relevante? ¡Claro! Si me afecta a mí entonces afecta al mundo que me rodea y todo se oscurece o se colma de brumas (leer a Gilber Ryle): veo espectros, sombras, o solamente a entes cuya lengua no deja de latiguear mis oídos. Si me sucede a mí, le sucede a todos, por ello es que antes cuidaba de mí, devoraba libros, escribía ensayos, procuraba limpiar y aclarar mis ojos ante el embate de tanta carne parlante. Nada que ver con la graciosa canción de El Personal: “No me hallo”; yo sí me hallé, y lo que vi no fue bueno, ni agraciado, ni eficaz. Me hallé y me desconocí.
Comía en el Restaurante Nuevo León, a donde suelo ir poniendo en peligro el pago de mi renta y de mis vicios, y mientras leía Teoría y análisis de la cultura, de don Gilberto Giménez, un vecino de mesa me enfrentó. Y me dijo: “Yo lo leo en el periódico y es usted un narcisista” Lo miré, no sin cierta curiosidad, e incluso sonreí a través de esa mueca hospitalaria que me heredó mi madre, bien ensayada y cuyo propósito tiene hacerle saber a las personas que son algo así como “cosas sin alma”. Le respondí; “efectivamente señor: como no soy Adonis, preferí ser un Narciso”. Y volví a mi plato; no me pareció un insulto el comentario del comensal vecino, más bien una observación que te cae en la cabeza como la primera gota de un aguacero. Tiempo atrás acaso le hubiera modificado la tráquea o alguna porción del rostro, sobre todo porque el mal humor es mi estado habitual. Sin hijos, ni padres, mi cansancio de vivir se debe a mil razones; en el asunto ético estoy cierto de que la sociedad continuará mordiéndose la cola y llevando a cabo los mismos errores que le son congénitos. En lo personal es más sencillo: se trata de la pérdida del entusiasmo y la entrega incondicional a la gravedad.
Hace quince días escuchaba a Love of Lesbian, a Los Cogelones, a Limp Bizkit, grupos que cayeron hace unas semanas en un festival que es, más bien, una pizza musical hawaiana, y me dije: “He escuchado esto desde que trataba de destruir los barrotes de mi cuna”. Pero los soporté. Y apenas hace unos días mi amigo, Rogelio Sosa, uno de los artistas sonoros que más valoro, me comentaba la tristeza implícita en la música de Dmitri Schostakovich, en el hecho de que no podía crear más que dentro de la jaula estalinista. La impotencia que su música resuma, el estar sometido a la estupidez y necedad del führer ruso que bebía de los mejores vinos en su castillo de Crimea. Sí, todo eso, tomando nota de que a mí las notas, la música, nunca me afectarán como sí lo hicieron con Schopenhauer, Nietzsche, Adorno, Cabrera Infante, Elizondo, y tantos filósofos escritores y poetas que le dedicaron a ella tiempo de su tiempo.
Ahora cito las palabras de un personaje del muy solvente e inesperado libro de relatos El mismo polvo, de L.M. Oliveira: “¿De qué valían, el dinero, la fama, mi sex appeal? A la luz de la verdad, sin claroscuros, todos éramos soldados del mismo polvo”. Nada menos que eso: soldados del mismo polvo, no soldados de un polvo enamorado, sino de los llanos de Hidalgo. Ahora bien; cuando uno se cansa de vivir, debe suicidarse o callarse. De lo contrario pareciera un niño llorón que despilfarra sus palabras en un importante medio periodístico (ya me había yo referido al despilfarro lúdico que conviene a toda sociedad estética y creativa, no patética). Yo optaré por callarme al respecto y continuar, a las orillas de la utopía, extrañando a los muertos y ensayando el narcisismo. La conciencia de uno mismo es la peor tragedia que le puede suceder a un ser vivo. Pero hay que seguir peleando, tirando golpes, confiando en el arte, es decir, tratando vagamente de ser feliz.