Recuerdo que, hace alrededor de dos décadas, mi único documento oficial era mi pasaporte. En vista de que resultaba más barato obtenerlo por sólo un año, su caducidad se presentaba puntual y si debía emprender otro viaje tenía que presentarme a hacer el trámite nuevamente. Mientras estaba en México utilizaba el pasaporte vencido como libreta de apuntes; al lado de las diversas visas y sellos oficiales de entrada o salida podías encontrar una línea de Rilke, una disertación de Adam Smith o algunos números telefónicos. Como, además, lo llevaba siempre conmigo dentro de la bolsa de mi pantalón este se maltrataba como lo hace cualquier libreta inseparable. Alguna vez le desprendí una página en la que escribí mi dirección y otros datos para ofrecérselos a una joven en la entrada de algún cine.

En cierta ocasión, cuando en la víspera de un nuevo viaje fui a intercambiarlo por uno vigente me levantaron cargos acusado de destruir —esa fue la palabra que usaron— y alterar un documento oficial; por lo tanto, además de amenazar someterme a una investigación, las autoridades se negaban a proporcionarme uno vigente. Malditos. Finalmente, después de envolverlos en relatos dramáticos de toda clase, accedieron a retirar los cargos y a proceder con el trámite. En ese entonces era yo una persona agradable y aún no descubría lo simpático que resulta ser antipático y observar la reacción que causa mi presencia. Las tabletas, artilugios y redes electrónicas no han moldeado mis hábitos y las utilizo como me conviene o me resulta más cómodo (lo he escrito antes aquí). Esta política llega, claro, a traerme consecuencias, pero no me ceñiré a la ética impuesta por el barullo, la tontería o el disparate continuo que, además, se convierten en canon para el comportamiento humano. Las difamaciones, los arrebatos, la discusión insulsa, la publicidad más adecuada para un mono enjaulado que para un ser libre y dotado de conciencia compleja; todo esto hay que intentar evitarlo a toda costa.

Si limitamos a estos armatostes virtuales de acuerdo con las necesidades particulares y sólo los utilizamos a nuestra conveniencia, el mundo de la comunicación será menos ordinario y lastimero: utilizarlos como instrumentos más que como dogmas éticos, como formas de relación personal en vez de considerarlos realidades impuestas: ¡Eso me parece bien! Ser testigo de cómo en el seno de esta arena cibernética las denuncias falsas se mezclan con las acusaciones certeras, como el ruido se instala en lugar del diálogo o como desaparece la calidad humana en aras de la acción criminal es desalentador. No tanto para mí, que uso las redes a mi manera; lanzo tuits como piedras al estanque, convierto el Instagram en álbum familiar de fotografías o sugiero libros o temas diversos según el medio en cuestión.

Todo esto me recuerda a mi viejo pasaporte el cual utilizaba yo como cuaderno de apuntes. La diferencia es que, entonces, vejaba yo un documento oficial y se me podía castigar; en cambio estos medios no son institucionales, pese al daño o bien que puedan llegar a causar. Aunque no soy asiduo a comunicarme a través de ellos me entero de ataques o disturbios entre rehenes atrapados en la red y se me ocurre que caminan en la acera como ebrios; se tropiezan, caen, caminan en círculo, confunden a un árbol con una persona amada o un asaltante. ¿Se vive una época extraordinaria?