Hace unos días me visitó un amigo, Julio García Sacristán , que vive en Viena hace dos décadas y que fue, conmigo y alguien más, líder de la Facultad de Ingeniería durante el movimiento del CEU, en la UNAM. No logramos evadir la comparación entre Viena y la CDMX . La conversación me hizo meditar acerca de las virtudes de mi ciudad.
La Ciudad de México ha sido, a lo largo de su historia, escenario trágico y lúdico al mismo tiempo; herida y belleza; muerte y festividad; la sangrienta conquista de Tenochtitlan , acompañada de guerras tribales y todo rango de traiciones; sus constantes terremotos e inundaciones; sus revoluciones sangrientas, pero ambiguas en sus finalidades y parciales en sus efectos; la inimitable generosidad de los delitos más diversos; su excesiva demografía y la limitada capacidad de acción civil por parte de sus gobernantes: todo ello parece decirnos que la metrópoli contemporánea mexicana se encuentra siempre a punto del colapso; cada acontecimiento trágico presiente y suplica una implosión, el desplome, la caída y, no obstante, la Ciudad de México se sostiene en pie contra cualquier predicción ilustrada o catastrofista que la acusa de ser el modelo de la anti-civilización o del crecimiento irracional .
La enfermedad se extiende, es metástasis, pero de esa forma también, extrañamente, se fortalece y se mantiene frente a la perspectiva del apocalipsis: tengo la fuerte impresión de que mi ciudad necesita la presencia de la enfermedad incurable para refundarse todos los días.
Por otra parte, casi todos los gobiernos mexicanos en el país emanados de la Revolución mexicana y ahora avalados por una especie de democracia funcional, pero anti conceptual y superficial, han sido contra ilustrados, corruptos y formados, en general, por personas avezadas en la obtención y manutención del poder y, por lo tanto, ajenas a un desarrollo social continuado. No obstante, creo que esta penuria constante, este sufrimiento social supone una incapacidad congénita para comprender la victoriosa presencia del caos como sustrato de nuestra convivencia.
La más importante responsabilidad de la política, supongo, es darle una bella forma al caos, de manera que pueda evitar en lo posible el sufrimiento que proviene de una colectividad en guerra permanente: mediar entre el natural desacuerdo de los vecinos o ciudadanos. La metástasis también es vida, vida desbordada y consciente de la muerte, estoy cierto de ello; sólo que en el sentido civil este deterioro resulta insoportable para los habitantes en cuanto se traduce como miseria, desgracia ecológica, humillación o esclavitud económica .
Las sociedades europeas —las cuales hace apenas ochenta años proliferaban en destrucción, muerte de millones de soldados y civiles, odios raciales, genocidios e ideologías devastadoras— no tendrían por qué ufanarse de sus relativas y restringidas opulencias contemporáneas, sino más bien sorprenderse ante el fracaso de la Ilustración o, más puntualmente, del fraude que ha significado un liberalismo social demócrata que culminó en el reinado de la corporaciones y el deterioro intelectual de sus ciudadanos como supuestos individuos libres: no ha existido en estas sociedades algo así como un progreso humanista global.
Lo que llegó a advertir en su movimiento es una especie de bienestar anoréxico; o mejor: una glotonería inane cuyas causas siempre son generales e ilegibles para la conciencia del individuo perteneciente a la masa global y que observa indefenso cómo se deteriora la esfera, el vientre ambiental, la habitación social que lo contiene, su bolsillo, sin que tales acontecimientos posean un mínimo sentido en su experiencia o en la comprensión de su malestar. Aún así se comunican, votan, sobreviven: demócratas sin democracia.
Mi amigo, Julio, quien también fundó conmigo y otros estudiantes de ingeniería, el Movimiento Anarco Surrealista, el cual buscaba hacer una crítica lúdica, estética y disruptiva del movimiento universitario con el propósito de fortalecerlo. Nunca nos comprendió la dirigencia política del CEU; aunque Julio me hizo recordar que Claudia Sheinbaum era, entre los líderes del movimiento, la más receptiva ante nuestra actitud. En fin.
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