Como saben o se imaginan, en las ciudades y urbes —las estadísticas nos lo dicen— se dan más cremaciones que entierros. No hace falta ninguna estadística para saber que algo así supone una tendencia normal. En las grandes ciudades ya no hay espacio para los cadáveres, aunque los muertos vivientes abundemos. En fin, esta realidad no me impide ofrecer un menú de epitafios a todos aquellos que hayan elegido la inhumación y que sus huesos reposen en una tumba. Es un servicio que ofrezco de manera gratuita y como signo de filantropía hacia mis semejantes. Varios de estos los había previsto para mi hora de partir, pero cambio de opinión aproximadamente cada dos días incluidas sus noches. Por supuesto se escribe primero el nombre del recién fallecido y otros datos comunes y después viene el epitafio.
“Creyó siempre en el futuro. Y aquí está la prueba”. Quizás les resulte una obviedad, sin embargo, no me parece una mala observación e incluso mantiene un sarcasmo que nos llevará a recordar a los difuntos más allá de desdichas escandalosas.
“Quisiera estar solo”. Esta breve sentencia me parece contundente y definitiva. Parecida al “preferiría no hacerlo”, de Bartleby, el aplaudido personaje de Melville. Lleva consigo, la frase, cierta dosis de melancolía que va muy bien con la condición de quien se encuentra enterrado en esa tumba.
“Ya no soporto a los inquilinos de las tumbas vecinas”. Sé que tal sería una apreciación escandalosa, no obstante creo que si el fallecido o fallecida no fueron, en vida, personas sociables y sí más bien misántropas, amargadas o hurañas, entonces podríamos arriesgarnos a pensar que la muerte no las hará más afectuosas o simpáticas. Sobra decir que un epitafio así denota fortaleza de espíritu en el rechazo a la compañía de los demás.
“¡Cómanse sus flores!” En lo personal me disgusta la vulgaridad, patanería y sobre todo la ausencia de cortesía, de modo que no les recomiendo, en absoluto, elegir este exabrupto majadero.
“Mi vida fue un acertijo”. Tal es un epígrafe funerario bastante digno y le añade cierto misterio a la vida del cadáver. Es probable que haya en esta aseveración un dejo de arrogancia que le impide a los demás comprender cómo fue en realidad la vida del habitante de la tumba; pese a ello lo sugiero para culminar la vida de un espíritu romántico.
“Aquí yace un alma muerta”. Si bien las almas no conocen la muerte, estaríamos aludiendo a Gogol, hecho que le permitiría a los muertos gozar de un público compungido más culto o menos montaraz. Incluso estas palabras serían señal de que quien está pudriéndose en el catafalco ha hecho alguna clase de pacto con la eternidad.
“Aquí descansa alguien que jamás conocí”. En lo personal, si me permiten, esta afirmación expresa humildad y ambición de conocimiento. Es magnífica oración para aquellos interesados en filosofía y ciencia y que se hayan percatado de que no hay verdades absolutas. Por lo demás es un legado socrático para quienes visiten el panteón o cementerio.
“Volveré, así que no me esperen”. No me desagrada este epitafio a pesar de que uno tiene la impresión de que quien yace bajo tierra conoce bien sus pasos y está seguro de sus decisiones. No obstante, el cadáver no desea que aguarden su llegada o resurrección, pues quiere simplemente cambiar de ambiente.
“Dejé enterrados diez millones de pesos en algún lado”. Personalmente no me parece muy adecuado despertar el misterio a partir de la codicia. El inhumado puede estar fanfarroneando y vayamos a saber si es cierto lo que afirma su lápida. Por otra parte, son demasiadas palabras en el texto y ello resulta más costoso a la hora de grabarlas en la piedra; lo saben quiénes tienen experiencia en estas cuestiones.
Termino confesándoles que el epitafio, aquel que llevará mi tumba, lo conocen quienes me han leído, lo he venido cacareando desde hace dos décadas: “Me equivoqué en todo”.