Hace varios días lancé un comentario en esas misteriosas redes o almadrabas cibernéticas en el cual expresaba que, en lugar de una nueva variante del virus, lo que resultaba urgente y necesario era vislumbrar otra clase de seres humanos. Una variante capaz de dar esperanzas o cabida a los más serios proyectos éticos de relación social y económica. El virus humano que se expande por doquier en la actualidad causa daños irreparables en el planeta. Para ello, los escasos herederos de Foucault, por ejemplo, se empeñarían en disolver el poder concentrado en emporios, monopolios o instituciones caducas y diseminarlo en parlamentos civiles, consejos, grupos de amigos, colectivos, Individuos, comunidades poco numerosas capaces de discutir y resolver los problemas que les atañen. El propósito de esta acción sería hacer flexible la pirámide, tornar maleable las vértebras jerárquicas heredadas por el judeocristianismo, las ideologías extremistas y los pensamientos ortodoxos y unidireccionales. Esta propuesta, como podrán comprobar ustedes diariamente en los medios y en su vida cotidiana, no es más que un delirio. Lo que priva y se impondrá en el futuro cercano es lo contrario, el predominio del trabajo inestable y de la ganancia a cualquier precio, incluso a costa de sacrificar una juventud o una vida; el endeudamiento perpetuo con tal de mantenerse al día en el consumo de tecnología y de cumplir paso a paso rutinas en las que no tenemos ninguna injerencia y que nos convierten en marionetas movidas por manos invisibles.

“No puedes ir contra el futuro ni detener el progreso”, me dirán. ¿Pero cuál progreso? Obedecer sin pensar es una acción que ha sido normal desde el origen de las sociedades antiguas y modernas, con la diferencia de que, supuestamente, las últimas han dado lugar al hombre libre, al individuo kantiano que puede elegir y construir una parte de su propia vida. Es ya una muletilla en esta columna citar a Isaiah Berlin cuando escribe lo absurdo que resulta decirle a una persona que es libre para comprar cuando no tiene dinero o capacidad económica para hacerlo. Una pésima broma. De la misma forma, es tramposo tratar de convencer a una persona de que las redes sociales o la tecnología la hacen más libre cuando todo su tiempo lo ocupa trabajando para endeudarse, o en el entretenimiento fatuo que lo elimina como ser consciente, independiente y libre (hasta donde algo así es posible). La anulación de la facultad imaginativa es propia de la globalización basada sólo en el aspecto económico-tecnológico y no en un encuentro de culturas que intente conciliar distintos ideales y diversas formas de vida. En sociedades como las nuestras prefiero encarnar en un holgazán, que en un trabajador atado a sus tabletas electrónicas, alguien que no entregue su vitalidad y libertad a cualquier poder; intentar trabajar lo menos posible, acaso para sobrevivir de una forma ascética en un espacio ocupado por seres humanos refractarios a un verdadero progreso, a uno moral, intelectual y económico que los dote de algunos momentos de felicidad o bienestar merecido. No es la anterior una carta de arenga o decepción. Hace tiempo que dejé las esperanzas utópicas olvidadas en algún vagón del metro. Sólo me digo a mí mismo, luego de observar el progreso tecnológico: ¡pero qué maldito desperdicio!

Las consideraciones anteriores me llevaron a escribir y lanzar al eterno vacío de las redes el siguiente mensaje: “La sociedad basada en el trabajo constante y el rendimiento no es libre. El éxito produce masas de fracasados y sólo unos cuantos afortunados. Sean más holgazanes y un poco más felices. La muerte llegará pronto, sea mañana o en 80 años”.

Google News

TEMAS RELACIONADOS