El estado natural de una persona cortés es el mal humor . Siendo así, cada sonrisa que ofrecemos es un obsequio que ciertamente muy pocos merecen.
Cuando era joven e ingrato me gustaba alardear y decir que una vez llegada mi ancianidad me compraría un perro pequinés para propinarle bastonazos y así volver al sosiego y a la tranquilidad. Ahora que el báculo es cada vez más próximo me considero incapaz de hacerle daño a un animal indefenso, pese a lo mucho que detesto los ladridos caninos y las bostas callejeras.
Un amigo pintor recién fallecido afirmaba muy seriamente que, en Buenos Aires, los trabajos o labores para remozar las aceras se dejaban siempre a medias o inacabadas con el único propósito de que Borges se tropezara y de esa manera lograr molestarlo.
Es una boutade, sí, pero simpática. A mí no me disgusta que los obreros le den una mano a la ciudad, que reparen las heridas del devenir cotidiano, la luz que cubre la acera, los drenajes dañados, las fuentes secas y agrietadas de tristeza. Me enfurece cuando la restauración inteligente y memoriosa de una casa o de un edificio es sustituida por la construcción de obras cuyos fines mercantiles serán el sufrimiento del futuro. Entonces, y apropiándome de una línea de Díaz Mirón, un relámpago enciende mi alma negra y me lamento: pobre ciudad, sin ríos, fuentes ni jardines. No obstante el insulto urbano, y en pos de una mínima dignidad, quisiera dejar de pensar en el futuro. “El futuro ya tuvo lugar”, ¿existe una frase más horrorosa? Así es, nada menos; y sin solicitar apoyo de los griegos ni de Heidegger —cuya obra Borges llegó a decir que era una broma o anécdota demasiado larga—, puedo afirmar que el futuro ya ha sido lo suficientemente vivido en nuestra intuición, sospecha y experiencia. Yo he vivido lo que he pensado, y viceversa.
¿Qué puede ofrecerme ya la noción de futuro? ¿Más excremento en las aceras? ¿Justicia? Ya es injusto haber nacido y ese problema se resuelve los suficientes años. Contra mi desmedida admiración hacia las vanguardias del siglo XX, los futuristas se encontraban entre quienes yo más despreciaba durante mi juventud furiosa. La tecnología nos lleva al pasado, no al futuro; al menos esto me resultaba ahora y entonces bastante claro. El poeta mexicano, Amado Nervo , escribió sobre Filippo Tommaso Marinetti , fundador del movimiento futurista: “Pobre Marinetti: ¿por qué en vez de tu pobre snobismo no tienes talento?” Demasiado vulgar en su juicio nuestro querido Nervo, como tantos otros lo fueron, por ejemplo, al juzgar tan duramente al movimiento estridentista mexicano.
Octavio Paz se llegó a preguntar si Benito Juárez sonreía alguna vez. El oaxaqueño encarnaba la patria y ello le impedía el placer de ser risueño, pienso yo. El Dadaísmo fue una broma metafísica; pero el Futurismo poseía algo de militar y obsesivo. En la edición (1948) de las obras satíricas y festivas de Francisco de Quevedo, José M. Salaverría compara al escritor español con los articulistas modernos del siglo veinte. Quevedo, como es sabido, fue un cronista de su ciudad, ese Madrid recién salido de la Edad Media, de la que contó chismes, se burló y a la que también sufrió.
Salaverría escribe: “Como un articulista de nuestros tiempos periodísticos, Quevedo opina sobre todo y acepta la obligación de opinar todos los días. Por eso su opinión varía, salta, se contradice, vuelve, según el humor de cada día. Es el humor de un hombre malhumorado, cojo de una pierna, bastante cegato, que ve el ridículo con ojo de lince.” El oficio de las palabras es la prostitución, así que hay que permitirles hacer su trabajo. Y yo vuelvo: hay que estar de muy mal humor para que las sonrisas posean cierto valor.
Olvidarse un rato del futuro que yace muerto en el pasado. En cierta ocasión un aguafiestas me preguntó cuál creía yo que era mi mayor virtud o gracia. “Es sencillo —le respondí—; mi mayor virtud es que mis bromas no hacen reír a casi nadie”.
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