Ser anónimo no representa una derrota o una frustración, sino acaso la más digna victoria en esta época ruidosa, lenguaraz, plena en declaraciones y actos de habla horrorosos e inútiles. El anónimo, la anónima, son los héroes contemporáneos, una bendición, un milagro más que merecido. El personaje de La caída, de Albert Camus, vuelvo a citarlo y continuaré haciéndolo dice: “Para ser conocido es suficiente tan sólo asesinar a la portera. Por desgracia tal es una reputación sumamente pasajera. El crimen siempre ocupa la escena, pero el criminal es rápidamente reemplazado”.

Si Camus y su personaje vivieran en este tiempo alado vería, creo sin sorprenderse, de qué manera su alusión a la fama efímera, al mito de Sísifo, ha crecido como un cáncer estimulado por los medios de comunicación y el fervor ante lo muerto, a un extremo que acaso solamente los anónimos parecen responder todavía a cierta clase de seres capaces de habitar el mundo humano.

El anónimo representa al verdadero famoso contemporáneo, por contraposición al héroe benigno y aplaudido. Creo que la vagancia creativa; las artes; el relativismo inteligente y la conciencia de que es imposible trascender la soledad, todo ello me parece necesario para no vivir a ciegas: ver es sufrir y decepcionarse. El anónimo, en cambio, no se rebela —sino hipócritamente— ya que tal hecho lo colocaría de inmediato en el escenario. Amordaza su pensamiento pues sabe, en nuestra época, que sus palabras sólo sumarán cuerpos a la montaña del silencio. Ya todo se ha decidido por ellos; este mundo no es su mundo.

Si alguien considera que la dispersión o la digresión, el ir y venir sin rumbo, son acciones funestas en sí mismas, tendría que volver a pensar que existe una vida que tiene que ser recorrida y reflexionada, sí, pero no exhibida. El recorrido es la medida de la resignación, o sabiduría, tal como la concibiera Schopenhauer en su primera consideración de El mundo como voluntad y representación: “La anulación de uno mismo, esto es, la resignación, que es la última meta, la esencia más íntima de toda virtud”. Hay un camino —lo repito, también, hasta el cansancio— que debe ser recorrido, pensaba el informático de la novela de Michel

Houellebecq, en Ampliación del campo de batalla. El anónimo debe esforzarse en recorrer el camino hacia la desaparición, concentrarse en no volverse célebre en ningún aspecto. Su elegancia social, su aportación a un mundo más digno es llevar a cabo la discreción con suma pericia. Y entonces se transformará en un verdadero héroe invisible.

No es posible fundamentar el tiene que ser, el impulso inevitable, la pedrada consciente de sí misma, la necesidad de aparecer ante el reflector más allá de la subjetividad, de la intuición o de la sospecha, es decir: de la literatura y de su lenguaje titubeante, ése que en su dispersión y complejidad nos incluye sólo por el hecho de ser humano, y se levanta para significar algo e inventar caminos ya recorridos: resignación ontológica, necesaria, prudente. Todos los actos que llevamos a cabo representan el párrafo de una novela. La diferencia con las novelas escritas es que nuestros actos en vida no deben ser leídos, conocidos: somos personajes de una novela anónima cuyo poder es hacerle bien, un favor al mundo, al entorno, a los ciudadanos y animales que andan por allí jodiéndose la vida entre sí; nada alcanzará para brindarnos un agradecimiento a la altura de nuestra hazaña.

En contra de lo que pensaba el filósofo irlandés, Berkeley, de que ser es ser percibido, el anónimo encarna una definición muy diferente, se inclinaría a pensar en que ser es ser anónimo, el anonimato no sólo sería la esencia de la existencia verdadera, sino el paraíso en la tierra; una comunidad de anónimos se acerca tanto a la utopía que sólo de pensar en un mundo semejante me pongo a dar brincos de alegría: un mundo de Bartlebys que repitiera, “preferiría no hacerlo” ante cualquier llamado a la celebridad o al reconocimiento, rebasaría todos los límites de mi optimismo. Poner en práctica el anonimato, incluso entre quienes nos son más cercanos, es arte mayor.

Practíquenlo; dejen que en nuestro jardín pasten los héroes como rezaba, creo, la novela del escritor cubano, Heberto Padilla. ¿O acaso es mucho pedir?