En el resumen que hace de las labores e intenciones, en 1922, del movimiento estridentista, Mal nuel Maples Arce afirma que su grupo desea causar la erupción del Popocatépetl. Sostiene que en el espacio de la literatura de entonces no existen más que dos grupos o falanges: ellos y los lame cazuelas. Los estridentistas vociferan que Chopin debió haber sido enviado a la silla eléctrica y opinan que ningún autor respetable debería tomar en cuenta a su público. “Estaban locos”, añadiría hoy cualquier persona no habituada a los desplantes del arte. Una sociedad gazmoña y en extremo susceptible desdeñaría aquellos desplantes. Yo los tomo mucho más en serio que una promesa de campaña. Si yo propusiera mover la Catedral Metropolitana o el Palacio Nacional a Santa Fe, se me acusaría de demencia, y esto a pesar de que buena parte de las marchas de protesta o de exclamación pública que se llevan a cabo hoy en día deberían dirigirse hacia aquellos rumbos. Ya el Centro ha pagado lo suficiente. El intelectual de origen palestino, Edward Said, ha escrito y demandado a los intelectuales tomar la decisión de actuar políticamente y no constreñirse solamente a los libros o a las aulas: ¡deben actuar! Y sin embargo le pareció que llegar a ser tan marginal o indomesticado, o exiliarse a partir de posturas como las que líneas atrás acabo de describir, resultan vitales, experimentales e innovadoras, más que mantenerse en el cómodo statu quo, allí donde contamos ya con un papel y una función determinada. Al menos aquellos intelectuales locos, no causaron más daños que el de mostrar el espíritu lúdico que es inherente al ser humano y que lo expulsa de su solemnidad y uniformidad, de su función dentro de un mecanismo que lo lastima en su individualidad.
Escribe Rüdiger Safranski que el tiempo de la globalización devora el tiempo de la individualidad. Corremos a un ritmo que no es el nuestro. Me parece bien transcribir el párrafo de un libro suyo: “Decimos que la historia de una vida está incluida y contenida en la historia universal. Pero este relato sucede a la inversa: la historia universal está incluida en la historia de la vida.” Es por eso que el juego, la burla socarrona, el desplante romántico o el atisbo de locura literaria traen vida al mundo, a lo social y sobre todo al ánimo individual para soportar estos tiempos cuya locura es, en buena medida, predecible. Yo propondría, con ánimos serios y bastante reflexionados, que los debates políticos se realizaran dentro de un elevador sin cámaras y en la planta baja de algún edificio. Que la mayoría de las encuestas versaran acerca de si caminar es mejor que arrastrarse. Que todos los perros que circulan en la ciudad llevaran el mismo nombre: escuchar que un animal lleva un apellido ruso puede conducirme a una extrema confusión y desconcierto. Esta clase de propuestas son serias, pero nadie va a tomarlas en consideración. Entonces, ¿cuál es su propósito? Yo diría, y a juzgar por el estado en que se encuentra nuestro país, que su propósito es mostrar que las explicaciones serias e informadas resultan tan descarriadas como las locuaces o perturbadas.
Respecto a la Ciudad de México, ciudad del suicidio en vida, yo propondría a las gloriosas autoridades, las que van, las que vienen, que ya no se construya nada más en este territorio; que se le dé prioridad a la restauración; que se edifique sólo cuando sea estrictamente necesario y una vez que sea demolida la construcción anterior. Y la propuesta más importante: no debería permitirse la realización de grandes proyectos arquitectónicos privados sin que se done un porcentaje del mismo terreno para crear un parque público, que, por supuesto, deben costear los mismos propietarios. ¿Se dan cuenta de que mi última propuesta parece un disparate estridentista o estético que jamás podrá ser llevado a cabo? Es mejor que usted se bote de risa, antes de seguir con el predecible desfile de los hechos reales.