En su ensayo, La utopía mexicana, próximo a cumplir cincuenta años de haber sido publicado, Jacques Lafaye escribe: “una nación se define más por la imagen que logra dar de su pasado que por su visión de un porvenir liberador necesariamente vago”, y cita a Marc Bloch al sugerir que “los hechos históricos son por esencia hechos sicológicos”. Cuando me pregunto si todavía existe una especie de utopía mexicana que sea posible relatar, no dejo de sentirme desconcertado y también anacrónico. No estoy seguro si los hábitos actuales de la sociedad permitan alguna clase de utopía humanista. O si sea posible referirse a la nación como a una entidad sicológica colectiva. No me imagino un estado de cosas a partir del el cual Tomás Moro o Vasco de Quiroga, por ejemplo, podrían describir una utopía (en el significado que le podemos dar a esta palabra de sueño irrealizable que, sin embargo, orienta las acciones y la moral humana).
“El Nuevo Mundo apareció como una tierra de salvación para la Europa católica, amenazada desde fuera por el Islam conquistador y desde dentro por los progresos de las herejías luterana y calvinista”, escribió Lafaye. La utopía mexicana, tanto de un Nuevo Mundo para los católicos del siglo XVI, como para quienes todavía desean un retorno a ciertos aspectos de las culturas prehispánicas, y también para los animadores del sincretismo y la raza cósmica (esa que comenzó relacionando a Santo Tomás con Quetzalcóatl y que después durante el México revolucionario, describiera o promulgara José Vasconcelos). La utopía ha dejado de cumplir su papel de horizonte, de oriente romántico que inspira a tomar camino, y se ha cristalizado, inmovilizado en su concepto de no lugar. Los enfrentamientos políticos alejados de la concordia, el crimen constante, la corrupción en casi todos los órdenes civiles, el cinismo ante el contraste económico; todo esto que se implanta como destino o vida cotidiana en la población, sumado a la carencia de materia humana capaz de consolidar una utopía orientadora, me dice que no veremos, sea la que sea nuestra edad, alguna clase de sociedad convivencial y digna de una utopía realizable. No veremos, por ejemplo, leyes que protejan la libertad que uno tiene de consumir cualquier clase de droga (todas las sustancias lo son de algún modo: el veneno es la dosis) y continuarán los prejuicios y la penalización que tantos asesinatos causan en el mercado no regulado y que fomentan la ignorancia y la debilidad de los consumidores.
Tampoco seremos testigos del surgimiento de una sociedad crítica, puesto que sus miembros son dóciles, presas del infundio y la denuncia amarillista, de los mensajes vagos en sus fundamentos, pero encaminados a producir tal ruido en las redes que ensordece toda conciencia reflexiva respecto a la cuestión pública. Ya no formaremos parte de ninguna democracia que en su concepto implique relación justa entre sus participantes; en vez de ello se mantendrán las imposiciones, castigos, difamaciones y querellas que las congregaciones políticas utilizan para mantenerse en el poder y alimentar así las más
funestas tradiciones. Los negocios y la enredadera financiera y especulativa continuarán, no como ejercicio de libertad económica, sino como estrategias de enriquecimiento desmedido y pobreza inmutable. Mucho menos contemplaremos la regulación de monopolios, de empresas globales que procuran un crecimiento a costa de una desigualdad evidente. Tampoco tendremos testimonio de un uso prudente y meramente pragmático de la tecnología de la comunicación, al contrario, ésta crecerá y se difundirá en todas las clases sociales como una atrofia de la capacidad inventiva. Por otra parte, la búsqueda y discernimiento acerca de una identidad nacional (Samuel Ramos; Octavio Paz; Antonio Caso; Pablo González Casanova) se torna hoy un problema algo vago dado que el carácter de aldea global, nación y sociedad feudal unidas no permite una relación cuerda.
No soy fatalista (el arte, la amistad y algunos placeres de la vida como individuo no son despreciables). Lo que se fue, me parece, es la idea de una utopía como posibilidad de horizonte que contemple aún la “felicidad social”.