Le escuché decir a Juan Carlos Onetti que, en las relaciones de pareja, uno de ellos es sordo. Recuerdo que asentí de inmediato, como si una verdad cincelada desde épocas remotas me hubiera caído encima. “Claro —me dije—, en el amor de dos seres uno de ellos tiene que convertirse en un muro infranqueable, en un obstáculo para la libertad; de lo contrario sus voces se confundirían y entonces comenzaría la gran confusión”. Es posible inferir de esta premisa una conclusión espantosa: para vivir uno tiene que ser absolutamente incomprendido, lanzado a la deriva de una soledad cruel e infame hasta la exasperación. Si una pareja de amantes dialogara, escuchara y se comprendiera mutuamente entonces se anularía como dualidad amorosa, y su bien intencionada hipocresía los llevaría en el acto a la desaparición. Esta treta domina el juego de las parejas y de los amantes. La sordera y necedad de uno es necesario para que la contraparte exista, para que se estrelle contra el muro y vuelva a nacer, a llorar, a darse cuenta de que se encuentra viva y sola.

Le “oí” escribir a Budd Schulberg que “sólo se puede escribir bien de dos maneras, siendo un verdadero escritor que expresa lo que lleva dentro, o siendo un escritorzuelo que no tiene nada que expresar.” “Claro —me dije—; es necesario que existan escritores anodinos y sin nada propio que decir para que todo lo común pueda ser narrado otra vez; de esa manera aquellos que expresan lo que nace en su interior son condenados al ostracismo, a la soledad inevitable que habita en el arte.” ¿Qué escritor puede tener la desvergüenza de siquiera crear algunas líneas después de haber leído a Elías Canetti o a Huidobro? Sólo uno para quien contenerse es imposible, o, del lado contrario, para aquel que ha hecho de la literatura una profesión de la que desea obtener un beneficio social. No negaré que experimento una tierna conmiseración hacia quien sale en busca del reconocimiento público. ¿Quién podría desear el aplauso de una sociedad que ni siquiera es capaz de vivir con cierto decoro? Si las mazorcas pudieran aplaudir entonces valdría la pena esforzarse para conseguir su aprobación.

Dos semanas atrás estuve en Chihuahua, en la Facultad de Filosofía y Letras, lugar donde charlé con algunos alumnos. No leí ninguna ponencia ya que, si es posible, dejo que las palabras afloren alejadas de un aparente orden o secuela: es una extraña forma que la intimidad adopta en público. Nadie tiene dominio de lo que dice, y serán los otros quienes le otorguen alguna clase de sentido a tus palabras. Las aves no vuelan en vano y, si no ocurre una desgracia, entonces llegarán a donde tienen que llegar. En aquella ocasión —fue una estancia grata— me referí de manera escueta a la destrucción de uno mismo como un medio de conocimiento. No era ese precisamente el tema de la charla, mas no suelo ceñirme a un tema, pues algo así es imposible en mi persona, pese a que lo intente en una y otra ocasión. Al terminar la charla alguien se aproximó a mí para decirme que la palabra destrucción le parecía demasiado áspera y que quizás a lo que yo deseaba referirme era a la deconstrucción. De ninguna manera; a donde yo apuntaba era hacia el horizonte bosquejado por George Bataille y a su fascinación por el reino de lo heterogéneo, a la aniquilación del ser homogéneo, al ataque de la soberanía del sujeto y a su supuesta unidad, a la renuncia de un erotismo manipulado y orientado en determinado sentido: anarquismo, disgregación, juego, sacrificio y muerte simbólicas como un medio de rehacer al individuo. (En El discurso filosófico de la modernidad, de Jürgen Habermas, existe un capítulo al respecto que puede serles legible).

Desde hace años varios amigos (la mayoría emigrantes o extranjeros) me preguntan por qué continúo viviendo en la Ciudad de México. Les respondo que esta ciudad es ingobernable, abierta y lastrada por un soterrado y antiguo deseo de muerte. Es una construcción verbal e imaginativa del movimiento antropofágico, y aquí uno se siente vivo y muerto a la vez. Bataille habría sentido aquí mismo esa angustia erótica, esa liberación aun recluido en una celda abierta, en una mazmorra cuyo calor proviene de millones de cuerpos que no producen sino hacinamiento, rencor y progreso sin sentido. La pareja sorda a la que se refería Onetti es también esta ciudad: el muro, la contraparte de lo que quiere vivir. ¿Qué otra cosa tenía que responderles?

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