A José Agustín
Suelo decir, haciéndome el bravucón, que la juventud es ideal para tirarla a la basura, en vez de conducirla hasta el altar de la madurez. Al citar la palabra basura me refiero al hecho de no convertir la juventud en un mito ni otorgarle un lugar trascendental en la historia. Vamos, cuando uno ha llegado a los demasiados años ni siquiera mantiene una noción más o menos clara de cómo se enfrentó a esa juventud, cómo la asimiló y convenció para que lo auxiliara a continuar en el camino. Porque, eso sí, el camino hay que recorrerlo mientras sea posible, aunque sea por mera curiosidad o interés malsano: ¿en qué clase de atrofia humana me convertiré? Se pregunta ese curioso impertinente. Hoy que ha fallecido José Agustín, uno de los escritores que me llevaron a las letras recién yo había sido expulsado de la adolescencia, esa matriz envilecida, no recuerdo una obra que me haya afectado de una forma natal, desprovista de prejuicios y tan sorprendente como De perfil. A esa lectura inesperada la acompañaron otros escritores: J. D. Salinger; Roberto Arlt y Ricardo Garibay, entre varios más. Sumados, estos autores, a las historietas clásicas de aquel tiempo: Lágrimas y Risas, La Familia Burrón y Los Supermachos. No obstante, la obra de José Agustín detonó un impulso que guardaba yo en mi conciencia: el de escribir ficciones acompañadas de una irreparable adicción a la libertad. Durante las décadas siguientes a la revelación, por llamarla de una manera dramática, leí casi toda la obra de José Agustín, franca, heterogénea, y me encontré de pronto con Se está haciendo tarde (final en laguna) y la sorpresa genuina y legítima retornó.
Si bien una voz o un aliento literario se modifica en la obra a lo largo del tiempo, es posible que permanezca en ella el efecto indescifrable y misterioso que seduce, atrae o repele al lector. La sencillez, la calidez narrativa, el ritmo personal y la aventura impredecible de la obra de José Agustín se mantuvo en sus libros y añadió a ella una característica poco frecuente: la conciencia de ser acompañado en la lectura. La obra de un escritor le concierne a este más bien como una diminuta fracción del mito de su vida; sin embargo, la obra escrita le pertenece a quien la interpreta y la sufre, quiero decir a quien entra en la casa que las páginas de la ficción crea: una casa tomada que la ilusión de la permanencia ofrece a los lectores antes de que los desalojen. Aludir a la compañía, en este caso, es creer que el escritor en realidad existe; una cercanía poco común, discreta y contundente. Casi ningún autor posee esta característica, por más que quien escribe nos narre sus memorias, sus hazañas biográficas o nos haga partícipes de las acciones llevadas a cabo durante su vida. Acaso la virtud de acompañar la poseen sólo aquellos que después de varias obras van dando lugar a una voz, como la de José Agustín, que se transforma en un vecino, en un ser humano cercano, alguien que no se marcha.
El tiempo, que todavía no es posible describir, nos dispersa. En esta dispersión las palabras y las cosas se relacionan. Pese a tomar yo, como escritor, un camino empedrado e inclinado a la maldición y a la razón destructora y nihilista, confieso ahora de buena gana mi primer impulso literario. Creo que la constitución trágica o guerrera se acompaña mejor con la gentileza y el retiro de la exhibición rebelde. No obstante que tal fue mi camino, los libros de José Agustín y su compañía de escritor cómplice no cesaron de estar presentes desde aquella primera lectura.
Detrás de él una miríada de escritores tomaron las armas narrativas y formaron un ejército numeroso e impredecible: los críticos e historiadores de la literatura, tan escasos en la actualidad, harán en todo caso su trabajo y llevarán a cabo el recuento de los “hechos”. A mí no me interesa esa forma de acercarme a un autor que perteneció a mi intimidad literaria. Algunas veces me he preguntado porque fueron tan escasas las personas que me relacionaron con José Agustín. Quizás debido a un artículo que hace casi tres décadas firmé al alimón con otro escritor, por demás un amigo querido, y en donde pasamos por el cadalso a cuatro decenas de escritores mexicanos: sus cabezas rodaron como quien sacude un frondoso limonero. Lo firmamos ambos, el artículo, aunque cada uno se dedicó a mancillar a escritores diferentes. En ello prefiero no ahondar y termino esta breve nota haciendo explícita mi singular relación con el escritor que se acaba de marchar a mejores estepas y espacios más habitables que el nuestro. Gracias.