Uno tiene derecho a odiar y a que los llamados “problemas sociales”, le importen un comino (“A mí sí me importan los cominos”, escribió Arturo Suaves, en uno de sus famosos periquetes). Es ocioso pretender acusar de criminal a aquel que se mantiene al margen de las preocupaciones populares, humanas o relativas al progreso social, y se concentra sólo en sus asuntos, placeres, manías para así tejer un vientre propio en el que sólo existe lugar para un habitante: él mismo. Que el ser humano se encuentre ligado a su entorno y que necesariamente deba relacionarse con los demás en el seno de una circunstancia compleja, no significa que otorgue importancia moral a esos compromisos. Sólo debe cumplirlos y ya para poder dedicarse a lo que en verdad le concierne: su propia vida. Los relatos de Charles Bukowski son una ventana perfecta para otear de cerca este alejamiento humanista. En sus páginas el personaje central, Henry Chinaski, su alter ego, trabaja en cualquier empleo pasajero hasta que lo echan o se cansa de estar recibiendo órdenes de un idiota. Como no tiene pretensiones de riqueza habita en cuartos o departamentos miserables, se rasca los sobacos mientras bebe de cualquier licor barato, se enreda con personajes extravagantes y de bajo suelo, y con mujeres de belleza improbable, fornica, duerme, come porquerías, hasta que vuelve a requerir unos dólares y entonces consigue algún trabajo ordinario, se esfuerza unos días, semanas o meses, y vuelva a su vida normal en la que se siente muy confortable. ¿Quién puede decirle que carece de razón o invitarlo a ser socialista, cristiano o un ser decente? En algún relato, el alter ego de Bukowski se encuentra en un bar y alguien le comenta que ha habido un incendio en un orfanatorio y él responde qué carece de sentimientos ante un hecho así, puesto que no conoce a nadie que habitara ese orfanato y para él se trata de una simple noticia en el periódico. Es evidente que sus palabras causan incomodidad y rabia entre quienes lo escuchan y entonces la violencia se torna contra él, se le considera un inhumano, insensible, cruel y se le expulsa del bar. ¿Qué hay de malo en sus palabras? Nada; él no propició el incendio, está tomándose un trago cuando alguien lo interrumpe con esa noticia, dice lo que piensa y además no es ruidoso. Probablemente si hubiera estado en sus manos y se encontrara en el lugar del accidente habría ayudado a cargar baldes de agua para evitar el fuego, pero no estaba allí, y él sólo siente desprecio y abulia hacia la sociedad que le rodea. En esta sencilla anécdota se encuentra la esencia de la inclinación ética de la literatura de Bukowski. ¿Quién desea vivir o tener éxito cuando habita una comunidad detestable? Mientras siga respirando, el ente Bukowski se concentrará en el cultivo de sus placeres y no se involucrará en nada que concierna a una relación ética con los demás. Su abulia hacia lo social es insobornable y si él desea que la mayoría de la población se esfume, muera o desaparezca entonces nadie puede impedirle pensar en ello, ni tampoco acusarlo de carecer de razón.

Cuando en El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, se lee: “Uno siempre puede ser amable con la gente que no le importa”. A algunos debe parecerles monstruosa o insoportable una declaración así, pero no es dañina para quienes rodean al hipócrita en cuestión. Un pensamiento así causa dolor a quien prefiere al criminal honrado, al violador honesto o a los políticos que en nombre del bien social nos hunden cada día más. Si uno ha estado atento a las concepciones de Marx, y luego a su crítica desde la Escuela de Frankfurt hasta Socialismo y Barbarie, Habermas y la disolución del pensamiento científico social por parte de la filosofía de la Posmodernidad, entonces, decepcionado, se verá tentado a mirar con simpatía la literatura de Charles Bukowski.

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