Qué tumba tan fresca es el mar, recuerdo un poema de Ungaretti, el poeta de la brevedad dolorosa, y me pregunto ¿para qué buscamos como última morada un pedazo de tierra? ¿O por qué comprimirnos en una urna de cenizas? Basta buscar el mar y sumergirse en sus aguas sin mirar hacia atrás; olvidarse de los rostros y de las casas, de la palabra y de las absurdas deudas. De los vestidos y de los zapatos. Que los hijos o los padres nos miren hundirnos en ese enorme cráter de agua, en vez de rodear un túmulo de tierra. He pensado en esto luego de escuchar a alguien exclamar lo bien vestida que luce una persona. Envuelta en trapos finos se ha construido una mortaja en vida. Me alegra tener sólo unos zapatos, un pantalón y las camisas que mis amigos me obsequian, por afición, como símbolo de amistad. Es evidente que en un invierno ruso se requiere de un capote, como el que describió Gogol en su obra penumbrosa, pero ¿en México? Cuando la temperatura no baja más de cuatro o cinco grados centígrados. Resguardarse de ese frío no es cuidado de uno mismo, es vanidad, debilidad y una pésima costumbre. ¡Cuánto crecería nuestro horizonte si lleváramos a cabo acciones inéditas, inesperadas, más allá de los hábitos cotidianos! Quizás algún día me vista bien, para que me aplauda la mirada badulaque. Mientras tanto, prefiero reírme a las costillas de la elegancia, de ser testigo de la vanidad de la carne que se cubre de telas finas y costosas. “Como te ven te tratan” dice una frase ridícula que nos aconseja decorar nuestra apariencia desde su moral quebradiza. Pues quien te ve así es un cretino o una palurda. A las personas se les conoce por sus palabras, sus gestos, sus modales y luego de un tiempo a causa de su temple moral.
Como ya es costumbre en mi columna deseaba referirme a otro tema que he ya olvidado. La libertad te enloquece; el orden desordena tu mente. Mas se me ocurre que una virtud mayúscula en el ser humano es saber callarse o hacer una pausa a tiempo; aun se trate de una pausa infinita. Leo libros que debieron concluir a las diez páginas; descubro vidas que tuvieron que cesar muchos años atrás y, sobre todo, me atormentan las peroratas o discursos de quienes debieron callarse minutos u horas atrás luego de comenzar a parlotear. Hay quien habla todos los días y sólo atormenta nuestros oídos. ¡Piedad! ¡Piedad! En consecuencia, se me ocurre que una de las virtudes más apreciadas del ser humano es la de callarse o terminar a tiempo. ¡Cuántos cuadros sobre pintados y obras excedidas! ¡Cuántos libros de 200 páginas que podrían resolverse en un párrafo o en una página! ¡Cuántos extensos discursos que podrían suprimirse tragándose la lengua! Una buena obra consiste en la conciencia de su final, sólo eso. Sin embargo, un talento semejante no lo posee casi nadie. Sobrepasarse en cualquier discurso o acción es una calamidad, un insulto inmerecido. Yo mismo he caído en esta trampa maquiavélica y al mismo tiempo tan atractiva. Sólo les diría que el buen artista o la persona prudente modela su obra cuando comprende que no debe añadir nada más a su creación. Esta ausencia de floritura, de adornos innecesarios es la obra misma. Apenas el pintor o el artista traza o añade un gesto de más la obra cae en un atolladero insalvable. Algo similar sucede con quien habla, construye, escribe, se coloca una prenda de más: el ridículo los absorbe y somos nosotros, sus testigos, quienes lamentamos su presencia. Y a sufrir, como ya estamos acostumbrados.
Que fortuna que el mar se encuentre allí, inmenso y generoso, no hay que mirar atrás, ni caminar hacia él vistiendo un traje o unos zapatos costosos. Hasta decir adiós está de más. ¿Decir adiós? ¿A qué? ¿A quién?