Podría preguntarme, quitado de la pena: ¿para qué quiere uno recuperar sus raíces, conocerlas, cultivarlas? De todas maneras, uno es lo que es: consecuencia de piedras rodantes o inmóviles, de carne y sangre, flores, ritos, pirámides, mitos, azar y tacos, de una loca desnuda que vagaba en la cama de un fauno; o de un viejo sátiro que al preñar había olvidado el nombre de las cosas. Me responde Peter Kingsley (Reino Unido; 1953): “Sin nosotros las palabras sólo son palabras. Y esta tradición —la griega— no existió para edificar o entretener, ni siquiera para inspirar: existió para devolver los hombres a sus raíces”. “Lo que no se nos ha dicho es que en las mismas raíces de la civilización occidental reside una tradición espiritual”. “Los agujeros negros del universo no son nada comparados con los agujeros negros de nuestro pasado”. “Todos los caminos te llevan al infierno y no hay escapatoria... tenemos que enfrentar a la muerte antes de morir”. “Apolo es el destructor que sana, el sanador que destruye”. Todas estas afirmaciones se encuentran en el libro que Peter Kingsley le dedica al filósofo presocrático, Parménides y cuyo título es En los oscuros lugares del saber (Ediciones Atalanta). Kingsley prefiere que lo denominen místico y no filósofo: Su justificación al respecto es bastante clara: él desea buscar y encontrar el sentido, la verdad oculta —engañada— en las palabras, no el saber acumulado y administrado por sólo unos cuantos sabios o conocedores, académicos o eruditos.
Pensar que existe una verdad oculta en los mitos que presiden nuestras costumbres, en los textos de los antiguos, en cualquier apologética basada en relatos o experiencias colectivas, es común en los iluminados: o más bien, en aquellos que desde la oscuridad buscan una luz, una sanación, una relación con el ser que se traslade más allá del mero argumento lógico, histórico o científico. Es una posición respetable, no puedo negarlo, tanto como es respetable la muerte que acecha y aterroriza el ánimo de los humanos y oscurece sus vidas. Recuerdo las palabras de Octavio Paz: “Occidente moderno se ha identificado plena y frenéticamente con la historia, al grado de definir al hombre como a un ser histórico, con evidente ignorancia y desdén de las ideas que las otras civilizaciones se han hecho de sí mismas y de la especie humana.” Tenía razones suficientes Octavio Paz cuando reconocía, hace medio siglo, este desdén hacia otras tradiciones culturales que no fueran sólo proclamadas desde la interpretación de los mitos griegos, como si la mitología fundamental que concierne a la humanidad entera se remontara a los filósofos de la Jonia o la Antioquía reunidos en Grecia. El libro de Kingsley, sin embargo, posee una dualidad benigna: por una parte, se trata de un estudio de la figura del fundador de la metafísica occidental, Parménides, a partir de la interpretación de sus palabras y de las fuentes que aludieron a su persona y a su poesía (Platón, Diógenes Laercio, etc...). Y, por otra, una invitación para escuchar la esencia verdadera del mito y mantenerse atentos a la revelación capaz de sanar y comprender la oscuridad que implica el hecho de existir, ser, estar aquí, pensar, desear, enfrentarse a la muerte. Morir antes de morir con el propósito de ser.
Parece desmesurado e inútil acudir a filósofos, tradiciones y mitologías para fortalecer la relación entre el individuo y su sociedad, cuando lo que impera en nuestros tiempos es justo la desmemoria y la banalización de todo conocimiento del pasado; angustia y desmemoria; miedo y comunicación brutal, glotona e indiscriminada; expansión del mensaje de la ética empresarial y de la publicidad humillante. Es comprensible que las sectas religiosas proliferen y nos llenen de palabrería hueca y retórica vacía: iglesias para los nuevos bárbaros y los huérfanos de la historia. No me sorprende, tampoco, la reiterada defensa de un Estado laico que sea capaz de contener el embate político de todas estas hordas deseosas de luz metafísica y de sus líderes —en general analfabetas— interesados en llevar su prédica a la política. A fin de cuentas, creo, la única religión que concierne a la sociedad es la civil, basada en la reflexión, articulación y conocimiento de las leyes fundadas en la experiencia del pasado. El libro de Kingsley —aunque yo no comparta su historicismo mitológico y sí su sabiduría— es una alternativa de iluminismo fundada en la comprensión de un pasado y sostenida en una erudición histórica de tendencia mística. En el pasado desdeñé toda concepción enraizada en la verdad de las palabras y en los cuentos de hadas religiosos. Lo continúo haciendo; más en esta agobiante lucha para encontrar vivir en el morir prefiero yo la tradición literaria, artística, histórica, a la liturgia religiosa. Los seres humanos, creadores innatos de mitos, hemos crecido a la par de las cosas que comprendemos y sin nuestra mirada entonces la oscuridad sobrevendría: la luz dejaría de serlo y las distancias desaparecerían. No hay luz en el mundo, hay personas. Y hoy en día esas personas parecen haberse reducido a salmones que llenan la mano de los pescadores oportunistas.