Guillermo Fadanelli

La mononoticia

30/03/2020 |01:50
Redacción El Universal
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En 1585 la ciudad de Burdeos fue visitada por la peste. La mitad de su población murió a lo largo de seis meses, y quienes sobrevivían huían de la ciudad por el miedo a contagiarse y sumarse al número de cadáveres. “El miedo invadía a la gente que buscaba alojamiento, pero una vez instaladas había que cambiar otra vez de residencia tan sólo si alguien se quejaba de que le dolía la punta del dedo”. Quien esto escribió fue el alcalde de Burdeos en aquel entonces, Michel de Montaigne, el escritor y ensayista admirado tanto en su tiempo como en el nuestro. Dos siglos antes (hacia 1350) la peste había mermado la población europea arrebatándole millones de habitantes. Las pandemias se llevaban carretadas de carne adolorida. De modo que Montaigne, quien no se tomaba demasiado en serio su cargo de alcalde o héroe de la comunidad decidió también salir corriendo. Cuando la pandemia cesó y la muerte estuvo satisfecha el escritor volvió a la ciudad y recuperó, en alguna forma, su fama de hombre prudente y tolerante.

La Peste, de Albert Camus, es ideal para otear el desenfreno que despierta en una comunidad la amenaza de una pandemia. La novela se sitúa en Orán, Argelia, y el protagonista, un médico de nombre Bernard Rieux, tropieza una mañana de abril con una rata muerta en el rellano de la escalera al salir de su habitación. Después de que miles de ratas han muerto, los humanos comienzan a seguir la misma suerte de los roedores, hecho que despierta el miedo de la población y obliga a las autoridades a tomar medidas cada vez más drásticas hasta que la coherencia y el respeto a la libertad comienzan a ser pasadas por alto. Cuando el terror al contagio cunde en una comunidad sus autoridades, quizás azuzadas por el ansia de muerte y el terror de sus coterráneos empiezan, también, a cometer actos delirantes y desproporcionados. Las interpretaciones a la novela de Camus, ubicada en la cuarta década del siglo XX, pueden diferir o contradecirse, pero mi lectura no ha dejado pasar el hecho de que las desgracias, por ridículas o insignificantes que sean, no dejarán de provocar la malicia y ventaja de los oportunistas, desde los asaltantes y timadores de las víctimas hasta la puesta en marcha de la represión y el confinamiento de los habitantes por parte de cualquier poder ansioso de decretar la salud física universal. Los murmullos y diretes abundan y crean zozobra; la noticia de la muerte de un desconocido se absorbe y se siente como si fuera la nuestra o la de un amigo; la moral se trastorna; el absurdo se implanta y ese recóndito amor por el apocalipsis se expresa de forma rocambolesca.

La humanidad es canalla. La vida nos devora y pronto seremos un cuento. Causa tanta molestia venir al mundo y mucha más salir de él, que casi no vale la pena estar aquí. ¿Por qué imaginarnos que toda la verdad está en nuestro poder cuando hay muchos argumentos en favor de todas las causas? Las anteriores son excusas que R.W. Emerson pone en el pensamiento de los escépticos prudentes a la hora de escribir su ensayo sobre Montaigne. Lo considera el más franco y honesto de todos los escritores, pero lo considera el ejemplo más alto del escepticismo: “Montaigne sabe que nuestra vida en este mundo no es de tan fácil interpretación como aseguran las iglesias y los libros de escuela. No quiere tomar partido”. Y si acepta ser alcalde de Burdeos es porque se lo ordena el rey quien ha leído sus libros y lo considera un hombre mesurado y apto para gobernar. Mas no olvidemos que Montaigne es escritor y muchos de ellos —escribe Emerson— ven a sus contemporáneos como monstruos fanáticos, como ratas que usan zapatos (así los consideraban Pope, Swift, Goethe, Schiller, etc...). Sin embargo, Montaigne no es de esta clase; es prudente y sabe que no puede hacer nada ante el temor incontrolado y el avance de la peste en la ciudad que le ha sido encomendada. Y como hombre razonable se marcha y vuelve cuando la lujuria colectiva —más justificada a finales del siglo XVI que en el tecnificado siglo XXI— ha aminorado. Ojalá sólo se tratara de enfermedades, pero lo que se expresa durante la amenaza y acción de una epidemia es la cultura y el temperamento moral de los afectados: ¿Quiénes son? ¿Qué saben? ¿Por qué se expresan con tanta seguridad? ¿O con tanto desatino?

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Edgar Morin y Anne-Brigitte Kern, en su libro Tierra-Patria (Kairós; 1993) se preocupan por la restauración del futuro y porque el pensamiento humano sea renovado: se lamentan de que el supuesto alivio de la miseria sólo produzca nuevas miserias, y consideran que un desarrollo que lleve a los seres humanos a vivir mejor —sin ser explotados, insultados, despreciados— depende de imperativos éticos. “La economía debe ser controlada y finalizada por normas antropo-éticas”. Morin, como sabemos, suele mirar en perspectiva y relacionar los objetos del horizonte, en vez de mirar la cosa aislada y ponerse a dar de gritos. Escribo esta columna luego de revisar la mononoticia, mientras tantas personas se quedan sin trabajo, hacen de sus casas infiernos cotidianos, se percatan de que no cuentan con información profunda ni seguros de desempleo o médicos para mantenerse aislados tanto tiempo. Las enfermedades civil-mentales aumentan; el dólar se marcha; las personas no se dan la mano, como medievales rodeados de cadáveres y carroña. Un intrigante número de familias se ha desplazado a sus casas de campo y volverán soleadas en un par de semanas (ojalá sus miembros fueran Montaigne, pero no tenemos tanta suerte). Yo salgo todos los días a caminar la ciudad, el cielo es claro y la ciudad es más habitable.