Hay quien, y yo me encuentro entre ellos, no está destinado a “pensar en grande”, como se le llama vulgarmente a la ambición o codicia desmedida. Quisiera creer que un conformismo bien administrado no le causará daño a otros que intentan llevar solamente una vida tranquila, ecuánime y sin mayores aspavientos. Cuando escucho que la palabra “guerra” involucra a naciones guiadas o empujadas hacia el conflicto bélico por sus gobiernos, no ceso de pensar en las palabras de Henry David Thoreau: “Transformemos nuestra vida en una fricción que detenga la maquinaria”. La guerra que conduce al sufrimiento de las personas comunes es repugnante y encarna la crueldad e injusticia por antonomasia. Es justo allí donde uno se percata de un ardid mayúsculo: se hace la guerra en nuestro nombre más allá de un consentimiento razonado, y somos nosotros quienes terminamos heridos, muertos, empobrecidos y cada vez más débiles a la hora de oponerse a las instituciones marciales. En el siglo XXI los ejércitos tendrían que desaparecer o ser reducidos a guardias que lleven a cabo funciones civiles: el ejército militar es un anacronismo. Su existencia da lugar a los turbios negocios de armas y a que los gobiernos en turno los utilicen para fortalecer su dictadura o sus decisiones. Vida y destino, de Vasili Grossman, es una extensa novela en la que se intenta llevar al lector hasta el campo de batalla en Stalingrado durante la II Guerra Mundial. No me adentraré en el relato de esta obra de sobra conocida y de dimensiones gigantescas. Elijo dos momentos en sus páginas que son reflexiones acerca de la guerra. El primero es el dibujo de un soldado que, si bien al principio de la acción tiene la impresión de representar a un todo que lo contiene; después y una vez en medio del combate, desgarrado en su uniforme, amedrentado, las balas rozando su cuerpo y más allá de cualquier estrategia dictada por un oficial, se enfrenta a la soledad u orfandad que lo abraza como realidad única. Se percata del enorme engaño al que ha sido arrastrado, o bien se reconcilia en el infierno que parece tiene el deber de vivir. El segundo momento que elegí de esta obra es cuando Grossman escribe: “No hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. El tiempo sólo ama a aquellos que ha engendrado; a sus hijos, a sus héroes, a sus trabajadores”. Pero —afirmo— si ser considerado hijastro de su tiempo ahorra a uno la brutalidad y locura de una guerra entonces bienvenida la bastardía.
En alguna conferencia el escritor Norman Mailer expresó que en vista de que la democracia es buena y bella, se encuentra siempre en constante peligro. Es entonces cuando los paladines de la empresa armamentista, los ejércitos y los políticos supeditados a estos consorcios inventan una guerra para su provecho, como fue el caso de la intervención de Bush y compañía en Irak. Al respecto de la guerra en Afganistán, Gore Vidal escribió en Soñando la guerra y sobre el ciudadano estadounidense: “No somos idiotas. Estamos acobardados por la desinformación de los medios de comunicación, por una visión tendenciosa del mundo y unos impuestos tremendos que financian una permanente maquinaria bélica”.
Pese a que es inútil negar que existen conflictos humanos inevitables, creo que en las absurdas maniobras bélicas, territoriales y comerciales como las que hoy se expresan a través del conflicto entre Ucrania y Rusia, no debería uno dejar de pensar en el individuo común, es decir en aquel que perderá a su familia, la vida, su casa; el que trabaja honradamente, se lleva bien con sus vecinos y no sabe de los grandes negocios y tiranías que se traman en su nombre. Más vale ser hijastro de su tiempo que hijo de las guerras de su tiempo. Es imposible aquilatar el dolor que causan estas manifestaciones anacrónicas dizque nacionalistas en las personas que no desean ser arrastradas a ninguna guerra, física, tecnológica o económica. Antes de que los expertos, políticos y medios los colmen de historia, datos actuales, “duros”, y los actualicen respecto a esta “nueva” guerra, sería muy conveniente recordar quiénes son los que sufren en las batallas y quiénes, a menudo, viven, lucran y se fortalecen a su costa.