La mentira es la sustancia del ser humano: este posee una innata capacidad de inventar y oscurecer lo que él considera verdadero. Somos humanos porque mentimos. O pueden preguntarle, si así lo desean, a los sacerdotes que abusan de sus feligreses, a los políticos que ostentan un cargo, a los padres que desean educar, a los amantes que buscan la pureza sentimental, y hasta al conductor de Uber que intenta ganarse unos pesos de más. Sin embargo, quien más miente es quien cree decir la verdad, pues esta se construye a través de una miríada de diversas mentiras, mitos, creencias y sentimientos improbables manifestados por medio de un lenguaje metafórico. (En Corominas se dice que veras —o verdadero— no se opone a mentira, sino a la burla y significa “cosas serias”). Se trata de un acto por demás natural: mentir; puesto que nadie que se decante por un ideal o predicado ético, podría asegurar su universalidad en vista de que es una persona, quien lo expone o predica. Y esa misma persona se miente, aun de manera honesta, para construir una vida que perdure y que desde su punto de vista tienda a la felicidad: para ser feliz hay que encarnar la mentira. El contrato social divulgado por Rousseau podría definirse así: “Construyamos entre todos una gran mentira (contrato) para vivir en paz y no ser depredadores los unos de los otros”. No aludo, claro, a las ciencias físicas (puesto que en estos terrenos es posible la verificación, la exactitud matemática, funcional, mecánica, etc.... y sus postulados pueden ser calificados como ciertos o falibles), sino a los actos humanos que buscan orientarse hacia la desgracia o la dicha. El miércoles sostuve, en la CASUL, una charla acerca de un libro mío recién publicado y volví a sorprenderme de que la mayoría de la audiencia estuviera compuesta por jóvenes. No logré responder a fondo sus preguntas (el fondo carece de fondo), pero intentaré aquí hacer un resumen sencillo ya que, si mis cálculos no me fallan, la democracia habrá finalmente cavado su tumba para cuando este artículo aparezca y, sin embargo, las personas más jóvenes merecen vivir, o al menos imaginarse, un futuro más alentador y habitable: uno en donde nadie los dirija como si fueran bestias. Por cierto, yo acostumbro a tomar alguna bebida en mis charlas, a veces una pachita con anís o agua, para de ese modo realizar mi performance contra los desagradables puritanos.

En lugar de enredarnos en retóricas dañinas, sería deseable hacernos la pregunta que propusiera Amartya Sen: “¿Qué está mal en nuestra sociedad y qué podemos hacer para mejorarla?”; intentar ser más flexibles en nuestros juicios, menos dogmáticos y estar más dispuestos a la conversación y al acuerdo”; realizar contratos humildes con nuestra comunidad ante el embate de las leyes grandilocuentes que, según parece, a partir de este tiempo ya no funcionarán para todos (así lo pensaba Proudhon al enfrentarse a la ley dogmática e incuestionable); cultivar el hábito de oponerse al reduccionismo y a los estereotipos éticos que nos acosan desde cualquier poder; tratar por todos los medios, lecturas, reflexiones, observación paciente y aguda de hacerse buenas preguntas y no vociferar, a la menor provocación, respuestas no caviladas; sopesar, luego de un mínimo discernimiento, si nos hallamos, como pensaba Thomas Nagel, en una etapa primitiva del desarrollo moral; el mundo es extensión de la mente y en conjunto formamos todos nosotros una gran novela; es urgente construir medios eficientes para deshacernos de los malos gobernantes, como proponía K. Popper; la lectura y en general las artes nos dan noticias de la inmensidad y heterogeneidad de la mente y nos torna menos arrogantes.

Cuando me referí a la mentira, en el principio de esta columna, quise resaltar lo importante que es practicar un relativismo inteligente, uno que no incluya la supresión de las opiniones contrarias y más bien se modifique a través de la relación con ellas. Es posible que todos estos jóvenes que acudieron a la charla citada no logren vivir en el seno de sociedades justas e inteligentes, pero pueden ir empedrando el camino hacia parajes menos patéticos y enfermizos, hacia un socialismo que incluya a la sociedad, no que la excluya.

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