Yo no sé hasta qué punto uno es capaz de recordar su pasado. Se trata posiblemente de una de las tantas variantes de la vanidad. Borges escribió que la palabra “recordar” sólo podía adjudicarse a Funes, su notable personaje, quien no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido, e imaginado. Esa clase de recuerdos perfectos nos está vedado a los hombres comunes por más imponente o hábil que sea nuestra memoria; por más que presumamos tener una memoria destacada. Es una debilidad o lugar común afirmar que ser acosado por un recuerdo es algo muy diferente a narrarlo o contarlo a oídos que no sean los nuestros. Tal vez sea una manera de deshacerse de ellos, contarlos a otros, depositándolos en las memorias ajenas. Escucharse a sí mismo es hasta cierto punto perturbador puesto que sería demasiado abusivo sostener que se trata de nuestra voz interior y no albergar la sospecha de que, quizás, sea la voz de otro la que nos dicta palabras, tonos o pensamientos incorrectos o reprobables. ¿Quién nos habla cuando hablamos con nosotros mismos? De entre los historiadores clásicos yo me inclino por el griego Heródoto de Halicarnaso que en sus Nueve libros de la historia no lograba narrar un hecho sin añadir una anécdota o contar pasajes, en apariencia, externos o insustanciales a su relato: chismes. Desde que me tomé un par de años para leer su libro me despertaba una gran simpatía (algo que no me sucede con las personas) no sólo su forma de transitar en la historia, sino también el hecho de que yo soy incapaz de recordar un suceso de mi pasado sin aumentar toda clase de ocurrencias a su alrededor. Jamás cuento una anécdota de la misma forma: hacerlo implicaría un terrible y absurdo modo de concebir la historia. Es probable que me mueva la ilusión de que obrando así los recuerdos tomen vida o se tornen, por decir, un poco verdaderos. La memoria, sobra decirlo, es un misterio necesario porque su consistencia no es la de una máquina que almacena información o cobija hechos ocurridos en el pasado; las habilidades de la memoria nos son desconocidas y su inesperada independencia llega a deslumbrarnos más de lo previsto. Es de su gusto traer al presente objetos extraviados, almas evanescentes, adefesios de la imaginación, o pasajes que uno creía le habían sucedido a otra persona. La memoria, creo, es, sin embargo, egoísta, puesto que no posee más que un modesto balcón o lugar desde donde mirar el universo. ¿Cuál es ese balcón? Lo describiré con una frase de Schopenhauer a partir de la que comienza El mundo como representación: “Aquello que lo conoce todo y no es conocido por nadie es el sujeto”. No pienso que tengamos nada que temer ante tan extrema afirmación, ya que el hombre nacido en Danzig, no se refería a ningún dios ni a otra entidad tiránica y omnipresente. Dios no ha muerto, más bien ya no tiene voz. En este caso alude al más humilde ser humano de carne y hueso que sólo puede conocer desde sí mismo, desde su esqueleto, cerebro o entendimiento. No miramos con los ojos de otro; no sabemos. Y tiene gran razón el filósofo admirado por Borges ya que sería absurdo que yo le preguntara a otra persona acerca de mis propios recuerdos, tales asuntos son míos y de mi celosa u obstinada memoria. Si alguna persona, aun pese a gozar de un aspecto poco temible, me preguntara qué acontecimientos me habían sucedido durante el mes de septiembre yo lo tildaría de lunático a pesar de que quienes más me parecen locos o atolondrados son aquellos que se consideran cuerdos o expertos en un tema determinado. Las personas más tontas son aquella que piensan de sí mismas que son inteligentes.

Una de las características de la memoria es su capacidad para alojar mitos o, dicho más precisamente, construirlos o conservarlos. Los mitos pueden tejerse después de traumas o sucesos extraordinarios, son enfermedades que provienen del tiempo y que se aferran a nuestra sensibilidad. Los mitos, a veces, nos acometen en forma de recuerdos e historias y viajan dentro de nosotros como si fueran los pasajeros más legítimos de nuestra embarcación. Los recuerdos son el virus de la memoria; yo no los tomo demasiado en serio. Estoy vacunado contra las invenciones del pasado y sólo le permito al pasado concentrarse en el presente como impulso y pasión (Bergson); por otra parte, el futuro, esa ocurrencia ordinaria, me tiene sin cuidado, pues cualquier persona más o menos astuta sabe lo que sucederá: lo mismo de siempre.

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