La clave de la conducta humana no reside en el choque de civilizaciones, sino en el resentimiento, en el deseo de emular lo que es diferente a nosotros, escribe el joven filósofo hindú Pankaj Mishra en La edad de la ira (Galaxia Gutenberg; 2017). He expresado en este espacio que la necesidad de compararnos con otros nos hace desgraciados. Es diferente progresar de acuerdo con nuestras necesidades sociales, económicas, morales, etc.., que desear ser como aquellos a quienes se nos “ordena” envidiar: el éxito no significa lo mismo para todos nosotros, no obstante que la figura del héroe, el poderoso o el modelo se imponga como un gigante en nuestra imaginación. Si el conformista es feliz y no provoca daño a los otros, ¿quién podría reprochárselo? Es, hasta donde puede ser posible, una persona libre. Norman Mailer expresó que a un escritor lo pueden destruir —entre otras afecciones—los vicios o la ausencia de reconocimiento. Mas fuera de pensar que algo así llega a afectar a una considerable porción de la sociedad, me pregunto ¿el reconocimiento de quién? Propongo un ejemplo extremo: supongamos que existe alguien, arrogante y megalómano que desprecia a los seres humanos y no encuentra en ellos nada digno de aprecio. Ha llegado a la conclusión de que son torpemente ambiciosos, depredadores y crueles. ¿Qué puede entonces importarle a esta persona el reconocimiento de los demás? Es una analogía extrema ya que siempre existirán seres apreciables; sin embargo, también me cuestiono: ¿por qué quién no es talentoso tendría que reconocer o juzgar a alguien que sí lo es? Algo parecido sucede todos los días y en todos los niveles, los incapaces deplorando, juzgando, reprobando a los más capaces. Es una situación inconveniente, paradójica y que conduce al malentendido y a la injusticia.
Pues bien, tenemos entonces: modelos inalcanzables que nos transforman en seres rencorosos, resentidos, que desean alcanzar una idea del éxito impuesta. Por otra parte, proliferan los que no saben y que increpan a los que saben, acusándolos, transformándolos en villanos, o ignorándolos. ¿Quién desea alimentar tales conductas? Yo me inclinaría por dudar prudentemente de quienes obtienen reconocimientos espectaculares, se consideran exitosos o juzgan y piensan a la ligera: una duda fundamentada.
El deseo de Pedro el Grande y de Catalina de Rusia —volviendo a Mishra— en los siglos XVII y XVIII de emular a Inglaterra o a Occidente en general, terminó, por ejemplo, en un enorme malentendido del pueblo ruso y dio pie como sabemos a dictaduras modernas y crueles. En estos días que caminaba por la colonia Roma y me encontraba con una enorme cantidad de comercios cuyo nombre se ostentaba en inglés me despertaba a la risa irónica y encontraba el hecho algo ridículo, pero también predecible. La necesidad de emular lo otro es imperante y resulta algo muy distinto a la relación entre diversas culturas o civilizaciones: a la relación que deviene progreso. Y fue a causa de ello que recordé el libro de Mishra que leí hace tiempo. El rencor y el resentimiento, por lo general, son el motor de nuestras sociedades. Lo podemos comprobar en la persona más humilde o en los gobernantes más importantes: el rencor como ideología.
El hecho de que, a menudo, nos encontremos con figuras “exitosas”, que nos despiertan un deseo de apropiación imposible de llevar a cabo, nos conduce al rencor, al resentimiento y a una sensación de derrota constante. Reflexiono en estos temas mientras veo la televisión. Me gusta que se mantenga apagada y, sin embargo, la enciendo. Me sirvo un brandy bien añejado, tengo un cúmulo de botellas vacías en mi cantina y sigo una serie muy difundida y versada sobre ciencia y tecnología: todo lo que aparece en la televisión lo entiendo; al contrario de los libros sobre ciencia que me llevan en ocasiones hasta meses o años de lectura. Es natural que uno prefiera consumir lo que se entiende; pero ¿qué significa entender? ¿No se trata acaso de una triquiñuela que tiene como fin vender ilusiones absurdas ya asimiladas? ¿Ofrecer croquetas? Por ello prefiero los libros a los documentales, puesto que en aquellos uno comprende a medias, se empapa de un saber que tiende al infinito y que no se comprende del todo. A fin de cuentas, todo lo sabemos a medias.