Cuando una palabra causa un efecto en quien la escucha, hace enojar a alguien o le despierta una reacción, se puede estar seguro de que tal palabra u oración es real, que posee fuerza y es capaz de modificar la conducta de una o varias personas. De lo contrario la palabra o concepto sería una especie de fantasma que se pasea entre nosotros sin que nadie note su presencia. Cuando alguien me dice que es de izquierda o que pertenece a ella, no me causa ningún efecto en especial, sino que me pongo a pensar: “¿Qué querrá decir con eso?” Regularmente prefiero salir corriendo antes de que comience a explicarme el significado de su postura o de su auto definición. A veces no hay lugar hacia donde correr, entonces me siento a escuchar y, por lo regular, me encuentro con los relatos más inesperados, unos que ni siquiera podrían superar en imaginación a los narrados por el viajero veneciano, Marco Polo, después de haber visitado Mongolia. En otras ocasiones, la mayoría, soy testigo de la rotunda afirmación de que el concepto de izquierda carece de sentido y que son tan variadas sus definiciones que finalmente han terminado por minar y erosionar la palabra de manera que ya no causa ningún efecto común o sólido en quien la escucha.
Supongamos que casi ninguna persona conoce la historia y tradición del marxismo, que no ha leído a Lenin ni a quienes durante el siglo XX intentaron rectificar o modificar el camino de la utopía comunista, tal como lo hiciera, por ejemplo, la escuela de Frankfurt con Marcuse a la cabeza, hasta Habermas. Supongamos también que estas personas tampoco saben nada de las revoluciones o movimientos sociales en los siglos recientes, de las gestas sindicales, ni están al tanto de las crueldades y asesinatos de la tiranía soviética, ni de las vejaciones humanas que se cometieron en los países que se definieron como socialistas o comunistas. Suponer todo esto es muy sencillo, puesto que es lo que realmente sucede: el concepto fuerte, histórico, ideológico de izquierda es asunto de unos cuantos especialistas o amantes de la historia y de la precisión conceptual. Si uno en vez de entrometerse en líos y complejidades se limitara —como aconseja Amartya Sen— a preguntar cómo están las cosas y luego dedicarse a llevar a cabo acciones con el propósito de remediar problemas y edificar un mundo menos cruel y egoísta, haría más que suficiente. Norberto Bobbio, escribió en su Elogio de la templanza, que sólo la misericordia o la piedad distinguen al mundo humano del mundo animal. Cuando los humanos sienten misericordia por las penalidades, sufrimiento o pobreza de otras personas dan la espalda a su condición animal. Lo que falta después es que hagan algo para remediar el dolor de quienes son sus vecinos, sea porque habitan en la misma aldea o se reconocen como parte de una comunidad que busca el progreso moral de todos y el equilibrio de la riqueza material de sus miembros.
De John Dewey (un hegeliano de izquierda), escribe Richard Rorty: “A Dewey no le interesaba en absoluto ni la teodicea ni el ideal del conocimiento absoluto. Lo único que le interesaba era ayudar a la gente a resolver problemas, y no tenía deseos de mostrarse ni grandioso ni profundo”. No hay que ponerse pesado con respecto al concepto de izquierda, pero si se va a utilizar la palabra como auto descripción la congruencia no estaría nada mal: la acumulación de poder o riquezas que llevan a la miseria a millones de humanos; el odio a la crítica y al progreso intelectual; el autoritarismo que pasa por encima de la voz pública; el rechazo a la conversación que crea lazos entre los objetos y seres más diversos; el desprecio por el dolor de los más débiles; todas estas conductas no responden a ninguna clase de izquierda, sino más bien a un tipo de comportamiento mezquino y miserable. Siempre juzgamos desde algún escalón ético, como lo hiciera el crítico y anti-dogmático Proudhon ante Marx en 1846: “Demos al mundo el ejemplo de una tolerancia inteligente y sagaz, pero no nos constituyamos a nosotros mismos en líderes de una nueva intolerancia”.