Hace unos días falleció Olivia Hussey y, luego de enterarme de la noticia, sufrí desconsolado y absorto en el fondeo de estas mismas palabras. Recibí la noticia, solo, revisando de reojo y esporádicamente el periódico mientras leía a Irving A. Leonard. Olivia no representó, sino que, personalmente, fue Julieta Capuleto en la célebre película que dirigió Franco Zeffirelli, en 1968: Romeo y Julieta. Yo vi el filme en el cine años más tarde de su estreno, hundido hasta el cuello en el fango adolescente. En aquellos años sicalípticos me enamoraba yo hasta de los más esbeltos árboles, de cualquier mujer que pasara a mi lado y me guiñara el ojo añadiendo una discreta malicia a sus pupilas: amaba a todas mis tías, a mis primas, a las hermanas de mis amigos, a las maniquíes de la tienda Suburbia. En mi recámara lucían, fuera de los pacatos límites del pudor mojigato, algunos carteles de encueratrices, actrices y modelos famosas que tomaba yo de las revistas Playboy, Caballero y otras más burdas que solía comprar mi padre y guardar en su cajón secreto. Yo, en cambio, las hurtaba, desprendía el póster de su contenido y las adhería a los muros de la habitación donde dormía en la cama contigua a la de mi hermano. Estoy seguro de que mi padre, en secreto y fiel a su espejo diario, mudo y siempre tan seguro de sí mismo, se enorgullecía de mi osadía; por el contrario, su esposa me amenazó con jamás entrar a ese cuarto en tanto continuara yo exhibiendo pornografía. Tendría que limpiarlo y ordenarlo yo mismo y sin su ayuda. Sin embargo, yo amaba a Olivia Hussey, a quien vi ser Julieta en la película citada antes en el cine Villa Coapa. No logré reponerme de aquella impresión, del halo angelical y cándido de su rostro, de su cuerpo ágil, menudo y cuyos pasos cimbraban mi corazón y mis testarudos deseos. Es claro, para cualquiera que haya vivido lo suficiente, que enamorarse es un acto carente de sentido y exiliado de cualquier final decoroso.
Se trata, en esencia, de ejercer la pantomima y la ilusión de haber sido tocado por las manos del idealismo amoroso. Incluso jugar a la ruleta o a las cartas es más redituable y sensato que enamorarse. Se ama a las actrices que aparecen en la pantalla cinematográfica, no a las reales, acto que sólo deja ver la torpeza de un hombre, su deseo religioso, su manifiesta debilidad y cobardía. ¡Se ama a Olivia Hussey durante la adolescencia, y con ella a todas las mujeres!; ya, después, uno comienza a vivir y goza de su soledad en buena compañía (si se tiene suerte), cumple el impulso ritual, aunque parezcan palabras contradictorias. A tal enamoramiento ayudó el hecho de haber leído la obra de Shakespeare varias veces y a presentir que ninguna mujer podría haber comprendido y llevado a cabo mejor la fantasía de Julieta Capuleto que alimentaba yo en mi ignominia amorosa.
Cuando me repuse de la noticia necrófila y de los recuerdos ingratos no pude continuar leyendo a Irving A. Leonard en su brevísima biografía de Américo Vespucio, donde me enteraría que el nombre de América se debe a un modesto profesor y cartógrafo de la antigua Lorena, Martín Waldseemüller, quien en 1507, dentro de un folleto en latín, ilustró sus páginas con un mapa de nuestro continente al que llamó por ese nombre: América. De allí el nombre primero. Vespucio, florentino, trabajaba para los Medicis, quienes requerían de alguien que cuidara en España sus asuntos comerciales. Mas Américo se unió a la empresa del genovés, Cristóbal Colón, cuyo propósito, como sabemos, era el de navegar y encontrar una ruta hacia las lejanas regiones asiáticas. Pero “Colón se aferró con inquebrantable tenacidad a sus extravagantes fantasías, y con ellas murió.” (Leonard). Su compañero continuó bregando en aquellas andanzas y costeó la Patagonia inclusive, sólo para cerciorarse —vía sus investigaciones matemáticas, astronómicas y marítimas con las cuales sustituyó su pericia comercial— y sus travesías por Sudamérica, que había descubierto un nuevo continente, un “nuevo mundo.”
Aquella noche, luego de haber interrumpido mi libro por la amarga noticia de la muerte de Julieta Capuleto, recordé cuánto me empeciné a finales de los años ochenta en visitar Verona e ir a la supuesta casa de aquel espectro amoroso, Julieta; y mi memoria se disolvió en un lejano, melancólico y estúpido sentimiento que me impidió continuar despierto. Me tomé un par de sedantes y me dispuse a soñar con los carteles adosados al papel tapiz de mi recámara juvenil: allí donde lucían arrobadoras las figuras de Mora Escudero; Patti McGuire; Rossy Mendoza; Meche Carreño; Claudia Cardinale; Raquel Welch; Amira Cruzat o Lorena Velázquez. No tuve sueños húmedos, ¿a mi edad?, pero sentí que naufragaba, me ahogaba y hundía mientras navegaba por el Río de la Plata.