Una persona deprimida es más común que una mesa rodeada de sillas. Foster Wallace; en su relato, “La persona deprimida” dice que, ante la imposibilidad de comunicar ese sentimiento, uno se pone a narrar las circunstancias que se hallan relacionadas con su angustia. Confesar que uno está deprimido no significa gran cosa ya que es una afección personal e intransmisible y por más que el neurocientífico aquilate sus sesos, las sustancias o los químicos alojados en el cerebro, de todas formas el deprimido se encuentra más solo que la luna dando vueltas alrededor de la Tierra.

El miércoles de hace 15 días caminé un par de horas hacia el viejo centro de la ciudad, atravesé varias colonias y no logré soportar el paisaje; compré una pachita de whisky barato con tal de ponerme a tono con la circunstancia y mantener la calma. No estaba deprimido, aunque sí algo agotado. Sentía cierta curiosidad ya que hacía diez años que no llevaba a cabo una travesía semejante. Nada había cambiado en aquel espacio de mi ciudad y los desvalidos, indigentes, maleantes, almas muertas proliferaban ante mi vista. Frente al Hospital General, además de los puestos de tacos, tortas y guisados, las moscas volaban como gaviotas en altamar, la grasa escurría rumbo a las alcantarillas y el olor a comida y mierda se ensañaba con el olfato. Frente al hospital una farmacia cobijaba a quienes dormían y aguardaban noticias de sus enfermos, sus rostros desvencijados, tristones, resignados se tornaban en piedras dispersas a lo largo de los establecimientos callejeros, sobre la banqueta percudida, a las puertas de la leprosería general incapaz de contener a tantos heridos y desfallecientes. ¿Qué medicina podría legarles un poco de consuelo o paz?

El dolor se transmutaba en aire enrarecido y nadie sonreía, excepto los niños que al paso del tiempo tomarían el lugar de los parientes mayores que reposaban en la calle y en los locales frontales al hospital. Continué mi camino y encontré el eterno paisaje: automóviles destartalados que servían como bodegas, el miasma impregnado al cemento, los árboles matizados de mierda allí donde comenzaban sus raíces, raterillos en las esquinas que chiflaban a otros cada vez que divisaban a una posible víctima. Me tomé un segundo trago de whisky antes de llegar a la avenida Izazaga en donde encontré un paisaje semejante al de las calles de la colonia Doctores: además de puestos de vísceras y guisados, las peluquerías, los salones de belleza, las tiendas de ropa que, además, ofrecían jugosos descuentos o las zapaterías montadas en plena acerca y albergadas por paredes de aluminio o simples mantas, saturaban el paso; algunos tramos de las calles habían sido cerrados sin razón aparente y la cercanía con el mercado San Juan me anunciaba que pronto llegaría al averno de mi recorrido, la avenida Lázaro Cárdenas en la que miles de personas se apelotonaban y luchaban contra los ríos de autos cuyos conductores impacientes miraban de un lado a otro de la acera entornando ansiosos sus pupilas psicóticas. Ello ameritaba otro trago a la pachita antes de abordar República de El Salvador y a su ejército de vendedores de basura electrónica, los gritos, las bocinas incontrolables, los diablitos que bien podrían cargar el cajón de un tráiler. El paisaje alicaído no me deprimía exactamente, más bien me causaba tristeza; cuatro o cinco décadas no habían añadido un orden humano, más amable y confortable a aquellos rumbos. “¡Ojalá que los héroes que nos dieron “esta patria” ardan en el infierno!”, exclamé para mis adentros”. Cuando llegué a mi destino en Moneda tiré la pachita a medio llenar en un bote de basura; de nada me servía; hubiera, si quería sosiego, tenido que beberme una damajuana de mezcal para soportar este “pedacito de patria” en el que viví durante cinco años. Recordé que en La flecha (sin blanco) de la historia, el filósofo Manuel Cruz, alegaba que, si se anhelaba un futuro mejor, era necesario recordar y traer a la memoria el pasado, darle peso; me reí puesto que en el centro de mi ciudad sólo encontraba el mismo y eterno presente desde que muy joven caminaba esas calles: no experimentaba nostalgia, sino un asco metafísico. ¿Deprimido? No, más bien resignado. El anterior es el relato de mi insignificante experiencia en una porción de esta monstruosidad, como la llamaba Juan Carvajal. Nada tiene que ver con la justa, resplandeciente, hermosa, segura ciudad que usted recorre todos los días.

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