Me gustaría referirme al placer —cuando es en verdad intenso e insobornable— como una afección que nos propone olvidarnos de nosotros mismos: escaparnos de la cárcel de la vida efímera. El placer es un acercamiento al origen de toda existencia pasajera: Lo he escrito antes aquí: los seres humanos somos los únicos descendientes reales del cero. Cualquier teoría evolutiva que nos haga descender de los primates o de las ratas es una especulación intrascendente, un mero entretenimiento: el cero y la nada son el fundamento de todo lo que tiene vida. ¿Qué gracia posee descender de una oruga, de un simio o de cualquier cosa viva? En todo caso somos hijos de la conciencia y nuestra mente es todo aquello que nos rodea y deseamos explicar y comprender; sin embargo: ¿cómo puede la conciencia comprender aquello que ella misma edifica, imagina, crea? El placer es el olvido de Dios o de la causa primera, de la filosofía metafísica y de la ciencia “dura”. Cualquiera que haya leído a fondo El concepto de lo mental, de Gilbert Ryle, jamás volverá a pensar de la misma forma; cualquier explicación de la política, la ética, la filosofía, la ciencia, etc... le parecerá sociología menor, especulación ordinaria y retórica. Ryle hace que Wittgenstein, incluso, parezca un adolescente arrogante y prescindible. Les ruego no lean este libro y sigan complaciéndose con las explicaciones comunes que nos ofrecen nuestros sabios. Vuelvo: los placeres más profundos ignoran las bardas y los obstáculos. Dan sentido al sentido. Un hedonista, es evidente, ama lo que está muerto a priori y se encamina hacia la tumba que lo aguarda desde la eternidad: “los muertos nacen, no mueren”, escribió Pessoa. Morir es una experiencia que sólo el placer conoce a conciencia. Eugenio Trías nos dice a su vez que la muerte es la manifestación de la nada. Y esta aseveración durante algún tiempo me dejó helado hasta que comprendí que la muerte y la nada poseen características distintas. La nada es una palabra; la muerte es sangre, olor a cuerpo, a tierra: placer. Es justo esa proximidad con la tierra —más que con la nada— la que provoca la excitación del hedonista quien desea tomar desde la muerte aliento para la eternidad: la conciencia es gimnasta, es decir cuerpo desnudo y en movimiento. Somos rehenes del placer y su poder nos hace perder esa autonomía pírrica a la que el iluso se aferra. Los placeres menores como el juego, la gastronomía o el éxito social son paliativos para ensalzar el ser ordinario. El placer es entonces, lo repito: un sentir dejando de sentir.

Simone Weil, en La gravedad y la gracia escribe que no poseemos nada en el mundo salvo el poder de decir yo. Y añade que no existe ningún acto libre que le sea permitido al ser humano más que la destrucción de ese yo. Aniquilar el yo es la finalidad más preciada del placer. Aquellos que no poseemos riqueza o poder encontramos en el placer efímero una moneda mayor (los bancos nos resultan guarderías de escupitajos). El placer es efímero mientras el deseo es permanente: el primero es proximidad con la muerte, el segundo es constante de la condición humana. Dos cuerpos pueden encontrar en la imaginación un mundo de correspondencias y desencuentros, de placeres inmundos, puercos y a la vez sofisticados y extraordinarios. El vivir placenteramente consistiría en lanzar al barranco todas las pertenencias físicas —sillas, computadoras, ropa interior­— y morales, y dejar así que la barca navegue en una lontananza imaginaria. Renuncio a ello puesto que jamás podría mantener la pureza del ascético. Me conformo con los placeres que me ofrece el mundo femenino, el único realmente misterioso y mortal: la única invención, llanura, espacio que la mente o conciencia habitan con azoro y desconcierto, miedo y necesidad de inmolación.

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