Es imposible salvarse de los apodos o motes escolares. Tendría uno que ser invisible o, al menos, una persona sin atributos. El deseo de nombrar las cosas y personas de un modo distinto al que ostentan formalmente es una afición humana: el niño tiene “cara de ratón”, así que sus inocentes compañeros de clase se confabularán para apodarlo con el título de algún roedor. La niña posee un cuerpo muy delgado, además de piernas largas, de modo que no pasará mucho tiempo antes de que sus cófrades estudiantiles la apoden la garza o la jirafa. Tarde o temprano uno se entera del apodo que nos ha sido asignado y nada podrá hacerse al respecto. Es inteligente asumir la afrenta y el mote con estoicismo, aceptarlo, llevarlo como una cruz o disfrutarlo inclusive. A mí me llamaban el Inadaptado, en mis primeros años en la Facultad de Ingeniería (de allí que lo utilizara como título en una novela). No me lo espetaban frontalmente, pero tarde o temprano la noticia llegó a mis oídos.
No me incomodé ni nada parecido: el apodo reflejaba muy bien mi condición y actitud ante aquella masa estudiantil : prefería mantenerme apartado o pasar inadvertido, me encontraba yo habitando un mundo ajeno y poco interesante. ¿Arrogante yo? No, más bien solitario. En las redes actuales los motes simbólicos , las acusaciones infundadas y los atentados a la reputación son la moneda común entre sus rehenes. Como escribí antes acerca de ellas, se trata de un mundo sin centro, caótico e indomeñable: lo más cuerdo es apartarse o mantener un papel discreto e incluso inmune ante los ataques: convertirse en un inadaptado. Más allá de los y las criminales que asuelan estos medios, los seres humanos desean nombrar, expresar sus ocurrencias, manifestarse. En Stoner, la novela del escritor estadounidense, John Williams, leo una frase que ilustra claramente lo que estoy tratando de decir: el señor Stoner “apuntó con la mirada afuera y hacia el cielo, hacia una posibilidad para la que no tenía nombre”. El espectro de posibilidades de nuestros sentimientos tiende hacia un infinito que el lenguaje intenta reflejar casi siempre culminando en el fracaso o en la desesperación poética.
Hace tiempo, un amigo cercano se mofaba de mi escasa facilidad para conducirme en idiomas extranjeros. Él había estudiado en prestigiosas escuelas extranjeras y hablaba con soltura dos o tres lenguas a las que yo estaba acostumbrado como consecuencia de los libros que como autodidacta leo en esos mismos idiomas. Sin embargo, su vocabulario o repertorio de palabras resultaba en verdad bastante pobre, propio de alguien que mantiene en el olvido los libros, aunque ejercitaba su pobreza verbal en charlas con personas comunes a él. Su juicio no me molestó; al contrario, me causó gracia y agradecí su sinceridad, puesto que su comentario poseía un aspecto lúdico: carecía de voluntad criminal. Por otra parte, siendo escritor, algo inadaptado si se quiere, creo que lo correcto es escribir lo que se nos venga en gana, pero sin extraviar el sentido estético de las palabras: dar un nombre a la posibilidad.
Escribir es un hecho correcto. Escribir correctamente es un acto político y nada tiene que ver con la libertad o el arte que la fortalece. Hay que escribir lo que uno desee a pesar de que ello pueda costar el descrédito o el exilio. Tal cosa hace un escritor, al menos una clase de escritores, y esto hace bien a todos. En Por senderos que la maleza oculta, Knut Hamsun, el escritor noruego, premio nobel en 1920, acusado de traición a la patria y de simpatizar con los alemanes en la segunda gran guerra y escribir a su favor, en esta novela él describe la idea que mantenía acerca de Noruega y defiende su derecho a expresar cualquier cosa sin ser juzgado por tribunales morales. Leo: “Y no era incorrecto lo que escribía. No era incorrecto cuando lo escribía. Era correcto y lo que escribía también era correcto”. Cito un caso extremo, lo sé, pero que sirve a los inadaptados. El mismo personaje de Hambre, también novela de Hamsun, siente que a diario se cometen injusticias contra él; las alegrías son esporádicas y efímeras: hay que expresarse y defenderse. Comparados con la criminalidad que llega a azotar las redes, los escritores incorrectos no existen, no hacen más que bien, aun cuando tengan que sufrir el escarnio y el acoso de los delincuentes virtuales, y también de los correctos y adaptados.
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