He releído, lo hago un par de veces al año, Protágoras o de los sofistas, el diálogo de Platón que más disfruto, puesto que en él encuentro expuestas una gran cantidad de dudas que siempre me han abordado. Y aunque, en ocasiones, parezco dar respuestas a las preguntas que se van tramando en el lenguaje, jamás estoy del todo cierto de lo que afirmo o propongo. Afirmar algo contundente y ciegamente no me parece, lo digo con la mayor seriedad posible, ni inteligente ni cuerdo. El lenguaje, sea hablado, escrito, su gramática, semántica, etc... y, sobre todo sus obras literarias, es incluyente para quien más o menos lo conoce, lo trata con frecuencia o vive en su casa. Esta palabra “incluyente” atribuida al lenguaje no causa, creo, problemas importantes. Es sólo una acción política en el horizonte lingüístico, una jerga técnica que aspira a resaltar una postura ética, parcial o publicitaria del lenguaje: se trata sólo de una acción interesada. Los motivos que llevan a esta puesta en escena pueden ser bien o mal juzgados, pero de ninguna manera abarcan al lenguaje literario o poético, sino que sólo aspiran a hacer sobresalir una intención moral en su inmensidad. Este hecho —la intención moral— se aplaude, pero ello no tiene nada que ver con el horizonte literario que desde hace tantos siglos crece a tal extremo que nos traga, nos incluye o representa, pero sobre todo nos desborda.

Inventar o apuntalar un “lenguaje incluyente” es, desde mi punto de vista, una buena acción, aunque preferiría que quien persigue una política semejante hiciera un mayor esfuerzo y entrara verdaderamente en el lenguaje literario, en el universo de los hablantes que saben escuchar, en la trama humana que supone una comunicación no sustentada en consignas, símbolos manipulables ni en arbitrariedades impuestas.

En el diálogo descrito al principio de esta columna Hippias le propone a Sócrates que no se apegue al diálogo seco, árido o sistemático, y que afloje las riendas de su discurso para que este sea más virtuoso y agradable. Al mismo tiempo reconviene a Protágoras y lo conmina a que no hinche de tal modo las velas de su elocuencia, tanto que lo lleven a alta mar y pierda de vista la tierra. Es decir, Hippias los invita a “que le bajen” en pos de que la conversación continúe por buen rumbo y lleguen a algún lugar. Tomando este ejemplo, yo mismo, en varias charlas, he sugerido a quienes creen que inventan un nuevo lenguaje llamándolo incluyente, que no quieran imponerlo a los que hemos leído literatura o vivido en sus entrañas, ni a otras personas (mejor sugiéranles leer algunos libros), por poco ilustradas que sean. Por otra parte, tampoco me parecen malas o absurdas sus intenciones políticas o éticas, ya que buscan hacer el bien, y el lenguaje en su amplitud humana y heterogénea da para esa clase de finalidades y muchas más. No hay que ponerse pedantes al respecto: esto también pasará, como tantas otras manifestaciones de nuestros días.

No en vano, Richard Rorty afirmaba que la filosofía es un género literario que fundó Platón. Yo estoy más que de acuerdo y, en consecuencia, creo que la vastedad de la literatura incluye los juicios éticos, las teorías de la justicia, las metáforas, los argumentos más chiflados, las disertaciones filosóficas, las extravagancias, las mentadas de madre y hasta los perros. Un ejemplo que me viene ahora a la mente es el de los anarquistas; probablemente parecía imposible que pudieran existir y escribir anarquistas tan diferentes como Bakunin y Kropotkin, ni como Proudhon y Godwin; ni siquiera feministas tan diversas como Mary Wollstonecraft, Marie de Gournay o Simone Weil; sin embargo sus propuestas, su posición política, sus ideas se albergaron en la infinitud, generosidad y naturaleza del lenguaje; lo hicieron suyo y crearon acción y pensamiento. Contra lo que yo me opondría en realidad es contra la tiranía y la imposición que provienen justamente de nuestros salvadores. El dogmatismo, en general, se aprovecha de retóricas dizque justicieras para sepultarnos en una losa y tratarnos como si fuéramos cosas, no seres humanos poseedores de conciencia, inteligencia, libertad y poder de decisión. El lenguaje, a través de la literatura, ha puesto diques a estas tiranías, aunque, según puedo comprobar, estas han crecido como un desagradable salpullido. No importa; mientras el lenguaje no se utilice como una pala de enterrador y más bien se comprenda en su magnitud inclusiva por constitución, pues no hay problema mayor.