El solo hecho de comenzar esta columna aludiendo a Platón hará alejarse a casi todos los lectores; principalmente a quienes esperan ratificar la misma noticia de todos los días ataviada con su disfraz de novedad. Ni modo. Platón proclamaba en su compleja teoría moral que quienes no perseguimos el conocimiento o la crítica, el cultivo de la memoria y el espíritu con el propósito de encontrar alguna clase de felicidad en esta vida breve, vivimos como ostras. Es posible que, dentro de tres o cuatro siglos, exista otra clase de civilización en la cual el concepto de democracia se comprenda como la reunión de seres humanos que se resisten a ser ostras. Mientras tanto la democracia es sólo un efecto disipado de una Ilustración que no se extendió a la mayoría de los terrícolas, sino sólo a unos cuantos. A pesar de que las definiciones de cultura y civilización que difundió Sumuel P. Huntington no me convencieron, me parece útil su idea de no dividir al mundo en occidente y oriente, sino hacerlo más bien como occidente y no occidente. Pues bien, la democracia de occidente es una patraña histórica y un juego demencial que extravió sus orígenes y su sustancia. Si, por ejemplo, la democracia ha sido la forma de gobierno fundamental de todos los países de América desde su pasado reciente, ¿por qué entonces emigran de sus países natales expulsados por la pobreza y la búsqueda del ideal occidental (que en teoría tendría que ser el platónico tal como lo acabo de describir) para morir como animales enjaulados en la frontera de un país que, según su historia, tendría que estar a la cabeza de Latinoamérica en cuestión de progreso occidental, derechos humanos, administración pública y en el equilibrio de los bienes económicos y espirituales? Y tal es el problema irresoluble y cuya solución no ha sido la crítica razonada, sino un fanatismo electoral que tiene más que ver con la esperanza ciega que con los hechos y las acciones eficaces.
La modernidad política en el mundo nace como respuesta a los baños de sangre propios de las guerras religiosas occidentales: nace como un hartazgo. Yo estoy de acuerdo en que los seres humanos más virtuosos son los que extienden lo que es útil y agradable a un tiempo. El miedo a morir en manos de los depredadores o de los extraños es la sustancia de las sociedades de humanos que desean sobrevivir: evitar la guerra, el genocidio, la vejación, el acoso a los familiares, han sido puntales del concepto de democracia. Y, sin embargo, parece ser que la democracia ha culminado constituyéndose como una paradójica castración del poder social que, al evitar la guerra, ha evitado también su propio progreso y ganado su exilio de una civilización en la que cuarenta personas que pregonan su libertad mueren dentro de una crujía —los recientes sucesos de Ciudad Juárez en que mueren decenas de migrantes— quemados por la maldad democrática. Si bien la democracia significa la creación de un enorme establo espiritual en el que las pacíficas reses críticas vivimos dotados de cierta felicidad, tal establo se convirtió finalmente en una celda simbólica. Así que vuelvo una vez más a la misma pregunta: ¿por qué si la democracia es el gobierno de las mayorías, son las mayorías justamente las que más sufren el deterioro civil, intelectual y moral en occidente? México es un país en donde el pensamiento y las acciones civiles y justas no han marcado el camino desde hace un tiempo que, al menos yo, experimento como inmemorial. Su deporte es la descalificación política y la imposición del poder particular. Las instituciones creadas por las dos grandes revoluciones de los siglos XIX y XX son despreciadas por las hordas democráticas. Un desastre. Las revoluciones no han sido fundamento, pero sí el botín de algunos grupos y minorías. A ello sumemos la terrible enfermedad de una tecnología que nos vuelve más comunicados, pero menos inteligentes. Por tal razón huyo de toda conversación en la que juicios elementales y autoritarios implanten tareas o deberes. A los pragmatistas —que persiguen la idea platónica de lo útil y agradable— no les interesa hablar acerca de verdades trascendentales, pues sólo desean conversar o acordar sobre aspectos que produzcan cierto bienestar individual y social. No olvidaré lo sucedido en Cd. Juárez, pues ello me convertiría en rehén de ese olvido criminal que propone el establo de las “democracias” comunicadas. Al menos desde el arte y la literatura la indignación se cultiva, en caso de que dentro de algunos siglos tal dolor pueda ser transmitido.