En su libro más reciente, Blanco (Random House), Bret Easton Ellis (1964), de quien heleído sus tres primeros libros (Menos que cero; Las leyes de la atracción; y AmericanPsycho), me hizo recordar los tiempos de mi niñez cuando el escritor angelino, y de quien ya no pude leer Luna Park, escribe que hace medio siglo los niños en realidad no existían, pues desde antes de cumplir, más o menos, los diez años se desligaban un poco de sus padres y hacían, digamos, su propia vida y sus amigos, andaban en bicicleta, jugaban en la calle, tenían citas, grupos de amigos y volvían a sus casas a comer —si no los invitaba otro amigo o amiga— a sus tareas, o a ver la televisión. Varios niños veíamos la pantalla en la casa de amiguetes o como nos dictara la agenda de niños libres. El libro, Blanco, me hizo recordar esta primera libertad, porque también así sucedía conmigo y mis amigos. Y cuando teníamos bicicleta nuestros padres no nos veían ni el polvo, ya que nos lanzábamos a explorar otras colonias, barrios, o solamente a dar vueltas como moscardones en la cuadra. Los puntos de reunión eran los parques, la casa de uno de nosotros, o frente a alguna tienda o miscelánea: Es adecuado añadir que yo vivía entre calles para automóviles, pasos a desnivel y luego junto a un periférico. Hoy, sigo la queja de Easton Ellis, al principio de su libro, nadie ve a los niños, están enlatados en escuelas de toda clase, enchufados a un aparato electrónico, pertrechados en su cama o sillón atragantándose de juegos electrónicos o enjaulados en su casa por temor a que algo vaya a sucederles en estos tiempos de infame demografía, crecimiento urbano y paranoia paterna y materna. Y si en la actualidad descubres infantes en la calle es que van de la mano de sus padres rumbo a alguno de sus cautiverios, e incluso en el parque no pueden correr de aquí para allá, si no es bajo la mirada atenta de sus progenitores. Es decir, los niños desaparecieron, por fortuna en mi opinión, pero en pos de su desgracia: reos desde la infancia. No sé qué sentimiento me despierta tal exilio o reclutamiento excesivo. Se podría decir que en los pueblos es diferente a lo que sucede en las grandes concentraciones de metal y concreto; es verdad, pero la diferencia es escasa, con la excepción de que es más sencillo conocerse entre sí y no hay mayores posibilidades para la desaparición.
Hoy, la mayoría de los padres y madres traen millones de fotografías de sus vástagos en el celular y si no tomas las precauciones necesarias o te distraes se apresuran a mostrártelas. Y entonces eres testigo de episodios dantescos donde un trocito de carne te Sonríe, o una niña en pijama se embarra la boca de algún alimento, sea un trozo de carne o una galleta sin gluten, o de la imagen un niño que es casi devorado por un perro o por el abrazo gorilesco de una tía amorosa. Es una atroz realidad. Y, sin embargo, no dejo de compadecerlos cuando los comparo conmigo, mis hermanos y mis amigos. Entonces me regocijo, amo mi libertad, adoro a mis padres que me permitían tener una especie de vida propia, mientras no llegara más allá de las nueve o diez de la noche. Aunque eso se arreglaba llamando por teléfono y aludiendo que dormirías en la casa de algún amigo.
“Está bien, pero recuerda que mañana tienes escuela, y no des demasiadas molestias”, rezongaba la voz de mi madre. ¿No era eso el paraíso? Niños del mundo, los compadezco.
Ya hace veinte años Alan Finkielkraut, el filósofo francés, en La derrota del pensamiento, se preguntaba por qué se ofrecía tanta atención a los niños, una atención desmedida que hacía parecer a los niños o mozalbetes recién descendidos de naves espaciales. Pues ahora esa atención se transformó en reclusorio, además de que nos visitan nuevas especies y géneros espaciales a quienes debemos acostumbrarnos. Al menos fui libre alguna vez, y mis padres disfrutaron mi ausencia. Oscar Wilde se preguntaba por qué los padres aparecen siempre en el momento equivocado, y se respondía que se trataba de un defecto de la naturaleza (El marido ideal). Hoy en día su equivocación es estar presentes —aun a distancia— a todas horas. Hace poco tiempo una amiga mía daba de brincos porque su pequeño hijo había hecho un amigo en la escuela. “Carajo —pensaba yo—, mis amigos los hice en la calle a manos llenas, y era más pequeño que este gárrulo de doce años. En fin; no me disgusta que mantengan a sus hijos en lata; es más; se los agradezco.