Insisto en una definición sencilla de economía, la cual describí en una novela reciente: “La economía es el valor que le otorgas al sufrimiento”, o en todo caso al placer. Más allá de esa medida esencial comienzan las teorías complejas, los tratados económicos o el saber de los especialistas. He notado, más bien ratificado, que a la mayoría de mis amistades les incomoda hablar acerca de su economía como si al hacerlo revelaran una intimidad secreta, inmaculada, casi intestinal. Algunos fingen tener lo que no tienen y otros intentan ocultar su riqueza. En mi caso jamás oculto el estado de mi economía pues hay poco que esconder. Lo que llega a mis manos se marcha en poco tiempo, circula, antes de que comience a pudrirme el alma. Considero un deber invitar, por ejemplo, en una comida o en una tarde o noche de tragos a mis amistades más pobres o jóvenes. Y, sin embargo, no considero una obligación lo contrario. Cuando pienso en el dinero que han invertido en mí personas como Huberto Batis o Sergio González Rodríguez y otros, quienes en ningún caso me permitieron pagar, me siento obligado a hacer algo semejante con otros amigos. ¿Equilibrio romántico? Es posible que así sea, pero no me molesta en absoluto hablar de ello. Si me preguntan lo que gano escribiendo, de inmediato les respondo y no me avergüenza. Alguna vez hace más o menos una década un amigo al que invité a comer a mi departamento me confesó: “Oye, Guillermo, sin querer vi tu estado de cuenta bancario y me dieron ganas de llorar”, lo señalaba en son lúdico y burlón. No me ofendí pese a que se trataba de una persona adinerada. La competencia monetaria me es ajena y no la practico; no me interesa comprarme ropa ni gastar en nada que no pueda consumir. Toda mi ropa me la obsequian mis amigos y amigas. En realidad me importa muy poco lo que se opine de mi aspecto. Así voy llevando los días y me aferro a la ruleta rusa que, como escribiera Dostoiewski, carece de sentido cuando no se juega para perder. La posibilidad de perderlo todo es intrigante y causa una ansiedad y curiosidad cercana a la que provoca la creación artística. Algún día revelé mis carencias económicas en Twitter, aunque después me arrepentí porque mi confesión implicaba y ofendía a una persona querida. No creo que haya que llevar la pobreza con dignidad, sino más bien con resignación. No se viene a la vida a tener lo que la muerte se llevará en cualquier momento. A veces la venta de una novela, un guión o un ensayo inesperado aumentan mi precario capital, las becas son un contrato o compromiso que me lleva a realizar una obra a cambio de una cantidad o dieta: es un negocio que hace bien a ambas partes, no es una dádiva. Los premios no son para mí, pues no hago vida social o frecuento el medio literario, ni formo parte de un grupo político o artístico. Como además la mayoría de los premios se entregan a esta clase de personas, las cuales, por otra parte, son en su mayoría bastante adineradas, pues es más sencillo que los meseros de las cantinas que visito me otorguen alguna vez un premio por pasarme allí las horas leyendo o escribiendo. Por otro lado, quién escribe para recibir aplausos debe encontrarse en un estado de pobreza vital extrema, casi un indigente moral.

He escrito lo anterior para reafirmar lo sencillo que es escribir sobre nuestra economía, hecho que ha llegado a considerarse una blasfemia. Conforme uno avanza en edad quisiera que su casa o vivienda fuera reduciéndose al tamaño de su ataúd. Lo contrario, sin embargo, es más común: los viejos quieren continuar expandiendo su poder o riqueza. Hay algo de ridículo y malévolo en esta actitud. ¿Qué culpa tenemos los seres humildes de esa metástasis vanidosa? En fin, hablar de dinero cuando no se es un criminal carece de misterio, como pueden comprobar en este artículo.

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