Las guerras inútiles causan desazón y tristeza. Presenciarlas o participar en ellas es como observar la caída de un árbol joven. Las guerras floridas practicadas durante el imperio azteca al menos tenían como propósito tomar prisioneros para ofrecerlos a los dioses y calmar su deseo de sangre. Las guerras inútiles, muy practicadas en la actualidad, carecen de propósito, excepto, acaso, el de hacernos más amarga la vida. Hace casi cinco años, en una charla en Bogotá, una joven entre el público me preguntó a bocajarro o a mansalva: “¿Cuál es su opinión acerca del feminismo?” Preguntas así, de entrada, se hallan mal planteadas, pues las ideas que cada quién tiene del feminismo pueden ser incluso contrarias entre sí o de índole muy diferente. Yo no me inmuté y sólo respondí para salir del aprieto: “Mujeres y hombres son la misma sustancia más sus diferencias, y las leyes además de preservar su integridad tienen que considerar tales diferencias para intentar que no haya injusticias hacia ninguna clase de humanos, además de respetar, hasta donde sea posible, a las minorías no criminales”. La necesidad de opinar es natural en los humanos dotados de lenguaje, pero no hay que pensar con la lengua, ni tampoco pensar hasta después de hablar. La guerra entres sexos, es inútil e imposible, un sueño extremista y expresa un ánimo de belicosidad cuya consecuencia es desperdicio de energía y la creación de una cortina de humo para ocultar problemas de fondo como la ausencia de una inteligente distribución de la riqueza y la fragilidad de instituciones públicas que no logran evitar las injusticias para seres humanos de cualquier clase, sean transgresores de género, mujeres, niños, ancianas, homosexuales, etcétera. Los grupos feministas de cualquier clase deben ser considerados un bien mientras no se transformen en pretexto de guerras inútiles, abstractas o de extremismo subjetivo. (Sugiero leer el libro acerca del feminismo que ha escrito mi amigo, Rafael Bulmaro Castillo; en Castillo Ruiz Editores).

Escribí hace unos días que un cadáver no es lo mismo que un muerto. La confusión nos lleva a cometer dislates. El muerto es un mito, es decir duerme o vive en la memoria y en el semblante anímico de las personas. El cadáver es una cosa material que uno debe cargar o enterrar y que se pudre o va desapareciendo. Nadie diría que el General Santos Degollado es un cadáver, por ejemplo. Las diferencias sutiles transforman las perspectivas y no permiten que uno caiga al barranco arrastrado por su propia lengua. “No hay nada bueno ni malo si el pensamiento no lo hace tal”, esta frase de Hamlet que le gustaba citar a Wittgenstein nos dice algo sencillo. El bien y el mal son una construcción de nuestro pensamiento, el cual a su vez proviene de nuestra experiencia en el mundo. Por tal motivo habría que ponerse alerta sobre qué hechos consideramos son nocivos o malos para nuestra vida y atacarlos, aun a sabiendas que alguien mantendrá un pensamiento contrario. ¿Cómo se puede vivir sin sospechar siquiera que quizás las otras personas tienen razón?

Otra guerra inútil consiste en pensar a fondo en asuntos que son prescindibles o superficiales para el bienestar general de la sociedad. Me disculpo de antemano con varios amigos míos y personas muy respetables quienes años antes de alguna elección política comienzan a reflexionar.

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