Las mujeres son las más cercanas aliadas de la civilización”. ”Es necesario que la mujer se ponga en condiciones de dar vida moral al hombre”, escribió Antonieta Rivas Mercado hace ya aproximadamente cien años. No abundaré en la vida de esta mujer extraordinaria, compañera y amiga devota de José Vasconcelos, promotora de arte y mecenas y cómplice de los artistas más importantes de su época. Su historia es conocida. ¿Lo es? La vida moral que dio a los hombres no fue una imposición, sino una decisión racional, empírica y sopesada. Mis citas anteriores pertenecen a sus ensayos cuyo estudio se debe a Luis Mario Schneider (Ediciones Oasis; 1981). Inteligente, mesurada, cosmopolita y también ensayista, Rivas Mercado es lo que llamaría yo un ser completo y femenino. Sin comenzar una guerra de segregación sexual, por demás timorata, logró llevar a cabo un equilibrio entre su ser femenino y su amor por la razón y la experiencia de su época, además de una agresiva crítica a la abnegación y a la mansedumbre de las mujeres de su tiempo. Como sabemos, se suicidó en la catedral de Notre Dame disparándose en el corazón. La civilidad, retomando sus palabras, es enemiga de la violencia genérica y el vituperio, de la imposición de una idea cerrada y de un espíritu bárbaro o depredador. Es, la civilidad, probablemente, la construcción de una fraternidad y una charla. Retomo el concepto de Schopenhauer de que la resignación es la mayor virtud que es capaz de alcanzar el ser humano. Sé que me refiero al mayor de los pesimistas y a un filósofo que logró establecer una conversación del alma consigo misma. Cuando Antonieta se acercó a esa especie de resignación definitiva y ontológica, decidió despedirse de la vida de una forma un tanto dramática, pero sobre todo triste y melancólica.
Por razones que probablemente carecían de razón, desde niño me atrajeron los funerales y los entierros, todo lo contrario a lo que sucede en la actualidad en la que huyo de ellos: cuando era niño me seducían esos rituales casi llevados a cabo al pie de la letra, por más que los muertos fueran totalmente distintos; el color negro predominante; los llantos y gritos inesperados; los silencios forzosos y sacros. En consecuencia, me ha sorprendido leer el libro de Monika Zgustova (Los frutos amargos del jardín de las delicias: vida y obra de Bohumil Hrabal; Galaxia Gutenberg; 2014), en el cual el escritor checoslovaco confiesa su afición a los entierros durante su época de niño. La vida no teme a la muerte, sobre todo cuando recién proviene de ella; por el contrario, se expresa en esa parafernalia fúnebre que, no dudo, sea uno de los escenarios teatrales más bellos del mundo. Existen los funerales tristes y desangelados, lo sé, pero el solo hecho de marcharse de esta vida y entrar de nuevo a la tierra es un acontecimiento incomparable. Hrabal ha sido, en mis lecturas, un escritor importante; su fervor por la escatología y su notable tranquilidad ante los inevitables residuos humanos que el cuerpo se resiste a mantener en guarda, lo mostraban como un ser real imbuido por la ficción. Más allá de esto, el lenguaje amable, la sencillez y la capacidad para escuchar al escritor hacen de Monika Zgustova la conversadora ideal para este monstruo de artista, bellamente depravado y conmovedor. El libro, que además Zgustova me ha autografiado con su propia letra, me lo ha obsequiado un amigo querido debido a mi pasado cumpleaños (“Nosotros ya no estamos”: John Cage).
Si nuestra lengua es una ventana abierta a la vida, como escribe G. Steiner y lo hace evidente cualquier buen libro, también lo son los funerales y las representaciones mortuorias. Si Rivas Mercado se suicidó debió ser, más allá de las señales de su extensa biografía, porque se hallaba, quizás, ahíta de resignación vital; y darse la muerte fue su decisión y el punto inicial de un mito al que yo acudo muy a menudo cuando la segregación sexual tan consentida hoy en día, me resulta desagradable y contradictoria.